Veo al danzante con su atuendo que se desplaza en transporte público a la iglesia donde danzará a la lluvia, lo sepa o no, llueve. Veo al México profundo e impredecible. A quienes venden flores para una reconciliación que nunca se da, pero las venden todas y van a casa.
Los ruidos son de una cubeta y alguien- nunca se sabe quien- arrastra un mueble por toda la casa en el tiempo que pasa rápido donde había un niño y hoy sale un muchacho.
Un hombre que molestaba a una mujer dejó de pasar por esa cuadra y ahora ella lo extraña y ha ido a buscarlo. Él se fue para Estados Unidos y no hay más datos.
Había en casa el hombre que arreglaba resorteras y papalotes. Los balones se cosian una y otra vez llenos de goles fallados. Un hombre pasa por la acera de enfrente, se asoma por la ventana, adentro una familia lava sus dientes, tiende la cama, se rasca la espalda.
Una mujer, en la habitación de su tiempo, lee por años una carta que no envió, mientras su marido mira desde el sábado una pelea de box. Ella por momentos piensa en el dinero de la tanda.
En los barrios todavía hay señoras que vieron todo pero no han visto nada, de la casa de dos pisos sale la inalcanzable y sube a un coche con rumbo desconocido. Por esta misma calle pasa el señor de la bicicleta que vende chorizo de Jaumave y pan de elote. Y todos lo saben.
Luis Miguel canta en el patio de una casa en lo que una señora lava 10 kilos de ropa. Antes del mediodía la señora ya completó para un kilo de chicharrones y una CocaCola grandota.
El viejo que todavía no es viejo espera en la puerta, pero comienza a llover y con sus nudillos desgastados comienza a llamar a la puerta un martes de otoño del 2024. Adentro, un tigre dormido acecha el último minuto de esta historia.
Todo el mundo habla y en mínimos silencios voces vuelan de uno al otro lado del solar. Dos mujeres discuten, dos novios se confiesan, el silencio aterrado aterriza en la oscuridad ya noche, la luna cae en su agujero negro y comienza a iluminar.
Ya está el café, los sé desde donde estoy a 20 metros de la plaza, la calle es el pan y hay un parque que se llena la panza con dos tazas. En el camino se estacionan un par de alegrías, un camionero que cruza, una camioneta roja de redilas.
Abajo de un rayo de luz que el humo hizo azul cuelga el hambre la ilusión de unos huevos estrellados. La guerra está declarada, la fogata ha crecido y son manos que nos convidan, si un comal se instala nada está perdido. Un perro abajo de la chimenea aguarda la caída de un pedazo de tortilla.
El público comenta las hazañas del día, van campeando como salen una por una las tortillas todavía manos, todavía aplausos, en el pequeño teatro de la cocina.
Cualquiera en su sano juicio empezaría a contar una historia ante un par de ingenuos que almuerzan. Pero la historia viva no es poema ni una historia repetida. No en un papel donde emborronemos el rompecabezas de ingredientes. En las profundidades del México antiguo que todavía se conserva brinca el danzante en la otra cara de la lluvia.
En el último cuarto una batería llena de polvo está a punto de ser linchada por otros elementos que nada tiene que ver con la música: una raqueta que es usada como telaraña por una gigantesca araña, un balón de basquet que se desinfló de modo inexplicable, una bici torcida del cuello sin llantas, un paraguas que no cerró, dos fotos del último abuelo revolucionario en blanco y negro, propio de un museo, un trapeador seco y chueco desde la última vez que trapeó algo, una escoba despeinada, el reloj de manecillas, una lámpara de luz led.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA