Si en el siglo XX el presidente de la República tenía en los gobernadores una correa de su poder absoluto, en las alternancias los mandatarios estatales fungieron como elemento que complicaba la autoridad presidencial.
Aunque con Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) el PRI comenzó a aceptar derrotas en gubernaturas, y con Ernesto Zedillo (1994-2000) se enfrentó incluso la rebelión del priista Roberto Madrazo en Tabasco, para esos presidentes los gobernadores no fueron un contrapeso real.
Cosa muy distinta ocurrió entre el año 2000 y el 2012, cuando Vicente Fox y Felipe Calderón batallaron con gobernadores priistas y perredistas. Y los estados panistas, además de tener cierta independencia del Ejecutivo federal, nunca sumaron un tercio del total.
Se dice que a Enrique Peña Nieto lo pusieron en la Presidencia los gobernadores priistas. Fue un poco más complejo que eso, mas es cierto que el mexiquense contó con el apoyo ($) de una camada de mandatarios estatales para regresar al PRI a Los Pinos.
En esos tres sexenios, los gobernadores fueron vistos a veces como virreyes – hacían y deshacían–, a veces como legítima expresión federalista (de ahí que naciera
la Conago). No pocos de ellos terminaron en la cárcel o catapultados a la política nacional.
El experimento no tuvo tiempo de madurar. Me refiero a que pasamos de un modelo de control centralista sobre los gobernadores con el priismo clásico, a un incipiente esquema donde se creyó que el reparto pluralista ayudaría a avanzar la democracia en todos los rincones.
Con la llegada en 2018 de Morena a la Presidencia se dio una nueva relación entre Palacio Nacional y las y los gobernadores.
La Conago perdió toda relevancia, Palacio Nacional hizo una clara, y antidemocrática, distinción entre sus gobernadores y los de otros partidos, y en un solo sexenio el partido del presidente sumó más de 20 gubernaturas. Igual que el PRI de tiempos de Zedillo.
Por si hiciera falta decirlo, a algunos gobernadores de oposición no se les volvió a recibir en Palacio (al perredista Silvano Aureoles de Michoacán, por ejemplo), con otros más hubo choques y reconciliación (Enrique Alfaro, Jalisco) y otros fueron simplemente ninguneados.
A la par de las victorias estatales de Morena revivió la costumbre priista de la cargada: vimos un sinfín de comunicados de las y los gobernadores en apoyo de cuanta cosa sucediera con el Ejecutivo; y demasiado a menudo viajaban a la capital para manifestarse a favor del líder.
Pasamos pues de la sumisión absoluta en el priismo, a un fallido intento de equilibrio político plural, y de regreso a tener mandatarias y mandatarios, que antes que velar por los intereses de sus gobernados, se afanaban en poner incienso al creador de Morena.
¿Qué va a pasar este sexenio en la relación entre la presidenta Claudia Sheinbaum y las y los gobernadores de Morena?
Sin duda la mandataria tiene hoy el respaldo de las y los gobernadores de su partido. Pero ni la legitimidad de la manera en que triunfó el 2 de junio garantiza a Sheinbaum el control de sus compañeras y compañeros con intereses en los estados.
La reforma judicial, para empezar, supondrá una nueva movilización de las huestes morenistas para hacerse del Poder Judicial (y en su momento de los respectivos poderes judiciales estatales). Las cosas como son. Y ahí las y los gobernadores podrían empoderarse de más.
Si funciona esa maquinaria, los juzgadores que lleguen no serían independientes, pero tampoco de Claudia Sheinbaum. ¿Cuánta de esa nueva fuerza de las y los gobernadores será en detrimento de la autoridad de la Presidenta?
POR SALVADOR CAMARENA