Hay puertas famosas e históricas como la Puerta Santa en la Bacílica de San Pedro en Roma; la puerta de la Alhóndiga de granaditas, incendiada por órdenes de Miguel Hidalgo en Guanajuato. Puertas emblemáticas como la puerta de Alcalá, «mírala, mírala, mírala, mírala, ahí está viendo pasar el tiempo»; La puerta celestial en Japón, que da paso a un paraíso en Hirishima.
Y sin embargo las puertas tienen singulares connotaciones: Por debajo de la puerta entran fantasmas de viejas cartas, pequeñas carreteras de insectos, Kafka llamando a su hermana o huyendo de ella, cabe el aire de una tajada, entra el inventario de sonidos, la voz guesa del velita los sábados y el polvo molido de los años.
Y entonces bajo la puerta, de la misma manera que todos conocemos, vive un reflejo. Sobre la misma puerta, a los pies de nadie, está el recuerdo de la primera patada. Entre abierta, la puerta todavía florece cuando alguien pasa.
Sin que se ofrezca a nada, la puerta es una ceremonia de madera que nos celebra, un arco de triunfo, una noche con el día en la espalda. Sin puerta no hay casa, ni ropero, ni barco, ni cajero y tampoco agujero. Nadie hay adentro.
Cuando desaparece este mundo, adquiere la puerta otras formas. Derivados que dejan pasar a las personas adentro de un sarcófago. La puerta se cierra para siempre y el inquilino atrapado en el pensamiento escapa con su memoria escrita en libros.
La madera era puerta antes de conocer a los rufianes. Puerta desde que era árbol y luego un hombrecillo silbando comenzó a tallarla con un escarpelo. El espacio donde la puerta se robó el aire tiene un domingo, un día entre semana para convertirse en fuego. Quienes la conocieron jamás han visto otra igual a la de la abuela por donde se entraba sonriendo y se salía con un par de galletas.
Según lo estipule la puerta, adentro es afuera. La casa no es nadie sin una puerta, si se cae la puerta se cae la casa, es por la puerta por donde la casa respira. Conoce a los mayores, a los mejores, a los más grandes y más pequeños, a los más inocentes, a los más pecadores, a los ofendidos, a los misteriosos, a los más ricos. La puerta es una ruta siempre y al mismo tiempo una meta de llegada.
Un hombre debe pasar por ahí sin arrepentirse, pero puede volver y la ruta es la misma, es infinita. Todo empieza siempre a partir de una puerta, es una misma puerta, como una mano que se abre y se cierra.
La puerta se ve de lejos. En la puerta de entrada hay un perro. En el patio, un traste olvidado delata a los habitantes. La ropa limpia, al fondo, se cuelga del viento. Atrás de la puerta hay voces de la vida paralela.
Del otro lado de esa barrera la puerta es puerta comoquiera. Tumbar una puerta es un delito que pega en el alma del allanamiento, la puerta cae y se incendia la casa. El humo escapa y la gente a esa hora entra y sale por donde puede.
Adentro puede haber gente que no sabe si habrá de salir o no. La puerta escucha. Alguien toca y se libera el drama. Preponderantemente la puerta es una dama. La propuesta en juego es una pequeña espera en la escalera.
Uno ignora las veces que pasa por una puerta durante la simple jornada, las veces que la toma de la chapa, la vulnera, la busca, la socaba, la pasa, la ignora, la ama, la espera, la sueña. Cuando entras, se derrumba el mito, la revelación voltea a ver a la puerta.
Pasa… estás en la puerta- dice un fantasma- sabrás que afuera hace frío.
Pero la puerta no abre, doy dos pasos y empujo. Y negativo. Entonces antes de que oscurezca me asomo por el pistilo de la puerta del viejo ropero, y con lo que recuerdo comienzo a escribir estas palabras.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA