Hace unos días, durante mi caminata mañanera, vi a una dama bajarse de un carro. Era bajita, de piel morena, con el cabello entrecano, y parecía estar en sus setenta.
Al observarla unos segundos, la reconocí: era la maestra Ofelia, quien había sido profesora de español de mis hijos en la secundaria. Mis hijos siempre hablaban bien de ella; les encantaban las historias que les contaba, como el Ramayana o el Mahabharata, epopeyas hindúes llenas de enseñanzas. Su presencia no solo me hizo recordar la adolescencia de mis hijos, sino también mi propia infancia en un pueblito cerca de Jiménez, Chihuahua.
Allí conocí a la maestra Gabriela, quien decidió dedicarse a la enseñanza en su tierra natal porque sabía que la educación era urgente y necesaria. Gabriela era conocida por su paciencia, incluso con los alumnos más difíciles, como Miguel, un niño callado y rebelde que siempre estaba en problemas. Su padre había abandonado a la familia, y su madre trabajaba largas horas en el campo, dejando a Miguel sin supervisión. Para él, la escuela era un refugio, pero también un lugar de frustración: las palabras en los libros parecían jerogíficos, y sus compañeros lo evitaban. Sin embargo, Gabriela vio algo especial en Miguel. Un día, después de clases, decidió hablar con él.
—Miguel, ¿qué te gusta hacer? —le preguntó. —Nada. No soy bueno para nada —respondió el niño, desconfiado. Pero Gabriela no se rindió. Al notar que le fascinaban los dibujos de los libros de historia, comenzó a traerle lápices de colores y papel, animándolo a ilustrar los temas que veían en clase. Miguel empezó a quedarse más tiempo en la escuela, intrigado por el arte.
Poco a poco, sus dibujos cobraron vida y también su confianza. Convencida de su talento, Gabriela inscribió uno de sus dibujos en un concurso estatal sin avisarle. Miguel ganó el primer lugar. Fue la primera vez que alguien le dijo: “Eres bueno en algo”.
Ese momento marcó un antes y un después: Miguel comenzó a leer más, a preguntar y, sobre todo, a soñar. Con el tiempo, Gabriela fue trasladada a la ciudad de Delicias, Chihuahua, donde trabajó hasta su jubilación. Perdieron el contacto, pero Miguel siempre estuvo en su memoria. Años después, Gabriela regresó a su pueblo natal y decidió visitar la vieja escuela donde había vivido tantas experiencias significativas. Su corazón se llenó de tristeza al ver maquinaria demoliendo el edificio. Bajó la mirada, y de sus ojos brotaron lágrimas. En ese momento, sintió un toque en su hombro. Era un hombre alto, de unos treinta y tantos años, vestido con un overol y casco de seguridad. —¿Maestra Gabriela? —preguntó el hombre
Ella lo miró, tratando de reconocerlo. —Soy Miguel —dijo con una sonrisa llena de emoción. —¿Miguel? —preguntó Gabriela, incrédula. El hombre asintió y la abrazó con gratitud. —Pero ¿por qué están demoliendo la escuela? —preguntó, preocupada. —No, maestra, la estamos remodelando. Esa parte ya era muy vieja y peligrosa, pero queremos que sea funcional y bonita.
Yo luché para que me dieran esta obra. Quiero dejar algo bueno para mi pueblo. Y lo puedo hacer gracias a usted. Usted encendió una chispa en mí y me dio una pasión para mi vida. Si no fuera por usted, no estaría aquí hoy. Los ojos de Gabriela se llenaron de lágrimas mientras escuchaba cómo Miguel relataba su camino hacia convertirse en arquitecto. Luego, sacó de su cartera un viejo dibujo, descolorido por el tiempo.
—Este fue el primer dibujo que hice para usted. Siempre lo llevo conmigo para recordarme de dónde vengo. Gabriela sonrió. En ese momento, supo que su misión había valido la pena. La semilla que había plantado había dado frutos, no solo en Miguel, sino también en las generaciones que se beneficiarían de su trabajo.
Esa noche, al recordar aquel encuentro, Gabriela pensó en otros maestros y en las historias que habían compartido con ella.
Recordó a un colega que logró que un niño dejara las calles para convertirse en abogado y a otra profesora cuya alumna se transformó en doctora y regresó a su comunidad. Con el corazón lleno de orgullo, Gabriela reflexionó: la verdadera grandeza de un maestro no se mide por lo que enseña, sino por lo que inspira.