6 diciembre, 2025

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Una parada en el camino

ENROQUE/ JOSÉ LUIS HERNÁNDEZ CHÁVEZ

Tengo una aversión instintiva a los hospitales. Las batas blancas, los uniformes de las enfermeras, el olor de los medicamentos y hasta de la asepsia me resultan desagradables.

Desafortunada o afortunadamente, no lo sé, la vida me ha obligado a convivir con ella y la convalecencia de una intervención quirúrgica a la que fui sometido el 9 de noviembre de 2011, me ha enseñado que esta especie de pausa en el camino tiene también, como todo, su lado amable y enseñanza. 

A través de los pinchazos de las agujas, de la frialdad mortuoria del quirófano, de los malestares postoperatorios, que en mi caso resultaron casi inadvertidos, me han obligado a aprender a valorar la salud y reflexionar sobre la existencia, así como del significado del afecto de la familia y de los amigos y compañeros del oficio.

Y como, por prescripción médica, el reposo físico es absoluto y no hay prisa ni obligaciones laborales, te regala un tiempo de oro para pensar, leer, oír música, ver los filmes que más te gustan, entre otros pasatiempos que, además de permitirme olvidar la lentitud con la que transcurren las horas cuando estás enfermo, te ayudan a poner en perspectiva las prioridades del quehacer existencial.

En medio de los temores, miedos y pesimismo que una cirugía infunde, he vuelto a leer a Rimbaud, este poeta francés del siglo XIX que a los 16 años escribió pensamientos que la mayoría elucubramos en la edad adulta y que por ello sacudieron a la sociedad de Francia de la época.

Recostado en una cama de hospital, mientras recibía suero en el torrente sanguíneo y a intervalos las enfermeras me tomaban la temperatura y los signos vitales, he releído a este genio adolescente que a los 12 años aprendió a conocer el mundo encerrado en un granero, historia en una bodega y las ciencias clásicas en un pasaje de París.

He entendido y conocido mejor a este “amo del silencio” que consiguió desvanecer de su espíritu toda esperanza humana, que sentía horror por todos los oficios y tenía al infortunio como dios, a este maestro de las fantasmagorías que inventó el color de las vocales, que jamás fue prisionero de la razón y cuya efímera vida “fue solo una serie de dulces locuras”.

Y comprendí con mucha mayor profundidad porqué Rimbaud encontraba sagrado el desorden de su espíritu y afirmaba que la moral era una flaqueza del cerebro; también porqué se vio obligado a viajar para distraer a todos los hechizos reunidos en la cabeza y se sentía orgulloso de no tener patria ni amigos.

No obstante su corta edad, pensaba e intuía que la ciencia era demasiado lenta, en tanto que las plegarias galopaban y zumbaba la luz.

Y también porqué, a pesar de que la vida lo orilló a vivir en las calles, a dormir bajo los puentes y a comer los desperdicios en la basura, declaraba que había alcanzado la victoria.

Disfruté asimismo una breve antología de  William Blake y Las Puertas de la Percepción de Aldous Huxley, obra esta última que  me hizo recordar a la banda rocanrolera  estadounidense  de The Doors  y al  vocalista Jim Morrison, quien a causa de una sobredosis de cocaína ingresó en 1971 al fatídico, selecto y exclusivo Club de los 27,  integrado por  celebridades de la música juvenil como  Janis Joplin, los guitarristas Jimy Hendrix y Kurt Cobain,  al que más tarde se uniría la cantante Amy Winehouse.

También que el nombre del conjunto musical se lo había inspirado a Morrison aquel verso de Blake que decía que “si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al hombre como es: infinito”.

Montado en el patín de la recuperación y las vacaciones forzosas, vi algunas viejas películas como la Dolce Vita de Fellini y Marcelo Mastroianni, la inolvidable Casablanca de Bogart e Ingrid Bergman, El Ciudadano Kane, de Orson Wells, Vértigo de Alfred Hitchcock, con la sexi rubia Kim Novak y James Stewart, Un Hombre y Una Mujer, de Jean Louis Trintignant, Pide al Tiempo que Vuelva, de Christopher Reeve y Jane Seymour y el Mundo de Suzie Wong de William Holden y Nancy Kwan.

Me alcanzo el tiempo igualmente para escuchar las baladas de los Beatles, mis preferidas de Nicola a Di Bari, Atahualpa Yupanki, Alfredo Zitarrosa, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Leonardo Fabio, igual que los coros y orquesta de Ray Connif,  Gigliola Cinquetti, Andrea Bochellli y hasta  José Alfredo Jiménez, que hacía años que no escuchaba a causa del trabajo y los ineludibles deberes del hogar y  la familia.

Sin que faltaran, por supuesto, algunas de las sinfonías de Beethoven, Mozart, Bach, mi preferido Federico Chopín y las interpretaciones del virtuoso del piano Arthur Rubinstein, todo ello gracias a este alto obligatorio que la vida me ha impuesto en esta etapa de la vida, quizá para recordarme que soy un simple mortal común y que debo de aprovechar el tramo que queda por recorrer para dedicarle más tiempo a las cosas que valen la pena.

Por. José Luis Hernández Chávez

jlhbip2335@gmail.com

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