El hombre sintió la tierra y la arena en su rostro; algo se había alojado en sus labios, y escupió para deshacerse de ello. Estaba en el suelo. Comenzó a recordar lo sucedido: iba manejando su jeep, tratando de encontrar el camino de regreso, cuando un coyote le obstruyó el paso.
El animal se alejó rápidamente, pero unos 300 metros más adelante, el terreno cedió en una hondonada. Perdió el control del vehículo, se volcó y él perdió el sentido.
Se incorporó. Ya era de noche. Estaba casi en el fondo de la hondonada. A unos diez metros se encontraba el jeep volcado, prácticamente inservible. Observó a su alrededor buscando una salida; las paredes de la hondonada eran escarpadas. De pronto, reparó en el cielo: negro y repleto de estrellas.
Bajó la mirada y vio lo que parecía una gran puerta plateada y, a unos metros de ella, la entrada a una cueva.
Recordó lo sucedido el día anterior. En la cantina de un pueblo cerca de Mapimí, Durango, había escuchado a un hombre fanfarronear sobre su hallazgo. Decía ser técnico contratado por la GoGold Resources Inc. y que había descubierto una gran veta de plata. Sin embargo, planeaba registrar el yacimiento a su nombre, sin informar a la compañía. Mostraba un mapa con la ubicación y algunos fragmentos del metal.
Ernesto, un aventurero en busca de dinero fácil, se acercó con una sonrisa.
—Permítame felicitarlo e invitarle un tequila. ¿Me permite acompañarlo?
El hombre asintió y Ernesto se sentó con él. La conversación fluyó y, cuando el técnico ya estaba borracho, dos tequilas más bastaron para que se desplomara sobre la mesa. Ernesto aprovechó, tomó el mapa y los pedazos de metal. Se retiró discretamente a la barra.
Pocos minutos después, llegaron varios hombres con gendarmes. Revisaron la cantina hasta encontrar al sujeto dormido. Le registraron la ropa y hallaron su cartera y una tarjeta.
—Es él. Este es el que mató al geólogo de la minera —dijo uno de los gendarmes. Lo reanimaron, le pusieron esposas y se lo llevaron. Ernesto esperó unos minutos y salió del lugar.
Al llegar a su hotel en Mapimí, revisó el mapa y se durmió. A la mañana siguiente, tras un rápido desayuno, partió en busca del supuesto yacimiento. Pasó horas explorando, pero al caer la tarde se encontró con el coyote y sufrió el accidente.
Ahora, de pie en la hondonada, se acercó a la puerta plateada. Era de metal pulido. Miró hacia la cueva. «Debe ser aquí», pensó. Se aproximó y vio vetas de plata en la entrada. Asomó la cabeza para ver el interior; estaba oscuro y se sentía frío. De pronto, resbaló y estuvo a punto de caer dentro, pero logró sujetarse de una roca y salir. Ya afuera, volvió a tropezar y se golpeó contra una piedra, perdiendo el conocimiento.
Cuando despertó, la luz del día iluminaba la habitación en la que estaba. Era una alcoba amplia, con paredes blancas y un pequeño buró. Una voz lo sacó de su ensimismamiento.
—Buenos días, no se preocupe. Está bien. Quizá se sienta mareado, pero está a salvo. Ernesto giró la cabeza. Frente a él, un hombre de aspecto indígena. Debía ser el jefe por su vestimenta: una capa roja, un penacho de plumas de colores, pantalón de cuero y el torso descubierto.
—¿Dónde estoy? —preguntó Ernesto.
—En la aldea de la «Puerta de Plata». Nosotros hemos protegido esta riqueza durante miles de años. Perdón por revisar su cartera, queríamos saber quién era, pero todo está intacto. ¿Qué le pasó?
—Por cierto, mi nombre es Águila Vigilante. Soy el jefe de la aldea. Ernesto relató su accidente, culpando al coyote.
—Entiendo —dijo Águila Vigilante—. Le contaré una historia: Un coyote perseguía a un conejo para comerlo. Cuando estaba a punto de alcanzarlo, un disparo resonó. Unos cazadores habían matado al conejo. El coyote huyó, pero los cazadores lo vieron y le tendieron una trampa con un pedazo de carne. El coyote olfateó la comida, analizó la trampa, tomó una piedra con el hocico y la lanzó al centro. El muelle se activó. Ya
desactivada la trampa, el coyote tomó su comida. Los cazadores lo llamaron ladrón. Pero él solo recuperó su alimento.
Nosotros respetamos mucho a los coyotes. Creemos que dentro de cada persona hay dos: uno bueno y otro malo, en constante lucha. Uno nos aconseja con sabiduría; el otro nos incita a aprovecharlo todo, incluso a nuestros semejantes y la naturaleza.
Protegemos esta riqueza porque el universo está en equilibrio. Si se altera, las consecuencias serían desastrosas.
Ernesto se había sentado en la cama y, con un movimiento disimulado, deslizó los fragmentos de plata robados bajo la sábana.
—Gracias por su hospitalidad. No sé qué habría sido de mí sin ustedes. Ahora debo recuperar mi jeep y volver al pueblo.
—No se preocupe —respondió Águila Vigilante—. Ya nos encargamos de eso. Y, por cierto, también nos ocupamos de su cuerpo. Sabemos que sigue los consejos del coyote bueno. No será atormentado por sus demonios en la cueva. Se quedará con nosotros.




