Durante la construcción de la República Islámica de Irán, a lo largo de la década de los 80 del siglo pasado, una pregunta básica asomó apenas, pero se volvió clara y contundente con los atentados terroristas de Al Qaeda del 11 de septiembre de 2001. ¿Qué está pasando con el islam como religión, civilización y cultura? ¿Cómo explicar esa furia, esa locura asesina, pero también suicida, que trastornó de manera tan radical al mundo entero? Páginas y páginas fueron dedicadas desde entonces a encontrar respuestas a tales preguntas y el famoso historiador del islam, Bernard Lewis, fue uno de ellos.
Las explicaciones con perspectiva histórica de largo plazo propuestas por Lewis apuntaron en especial hacia el trauma no superado por la grey islámica de la desaparición de los imperios musulmanes tan poderosos y dominantes por siglos en extensas áreas geográficas. Haber sucumbido a los embates de la civilización europea cristiana que a partir de los siglos XVI-XVII consolidó su poderío militar, expandió sus conquistas coloniales y logró detonar una revolución industrial estimulada por el movimiento de la Ilustración, resultó intolerable e inexplicable para el pensamiento islámico. Dejar de ser la vanguardia civilizatoria y tener que aceptar un papel de subordinación fue un golpe difícil de asimilar.
El último bastión de la gloria islámica, el Imperio Otomano, cayó tras la Primera Guerra Mundial. De ahí la búsqueda de explicaciones que dieran cuenta del porqué del derrumbe. Dos pensadores e intelectuales musulmanes, Hasán al-Banna, fundador de la Hermandad Musulmana, y Sayyid Qutb fueron quienes en Egipto, en la década de los 30, presuntamente dieron con la respuesta. Para ellos, el islam decayó y fue vencido por los infieles porque los creyentes en el verdadero Dios se apartaron de los fundamentos esenciales del Corán planteados por Mahoma y sus sucesores al mando de los califatos que prosperaron a partir del siglo VII D.C.
Simplificando, podría afirmarse que la receta de Qutb y al-Banna era retomar los principios que según ellos guiaron los primeros tiempos de expansión de la doctrina islámica. Por un lado, había que reimponer la ley islámica o sharía, las prácticas religiosas especialmente rígidas que supuestamente imperaban en aquel lejano siglo VII. Por otro lado, había que reemprender las campañas de la jihad o guerra santa a fin de convertir a los paganos, y someter a cristianos y judíos a la condición de dhimmis o tolerados, los que, de acuerdo con el Convenio de Omar, debían ser ciudadanos de segunda clase, con derechos desiguales y obligaciones especiales, como el pago de un pesado impuesto colectivo denominado jizyá. Sólo así el mundo del islam recuperaría su brillo y su hegemonía.
Tanto Qutb como al-Banna fueron asesinados en Egipto, pero su doctrina fue cobrando relevancia y popularidad a lo largo de las décadas siguientes. La reflexión era que si el mundo árabe no estaba logrando salir del subdesarrollo y de sus crisis era porque el fervor religioso islámico no se había movilizado como debía. En ese contexto, el terrorismo como arma de la jihad pasó a considerarse legítimo. Comenzó entonces la infernal secuencia de atentados, muchos de ellos suicidas. El Occidente cristiano o secular se convirtió en uno de sus blancos, lo mismo que las diversas minorías religiosas o étnicas que habitaban en el seno de naciones mayoritariamente musulmanas.
Es un hecho que, debido a la hostilidad anticristiana en Oriente Medio esa zona se ha ido vaciando de población de esa fe. Eso ha sucedido en Líbano, Siria, Irak, Egipto, Gaza y el norte de África. Por otra parte, la presencia del Estado de Israel en la región ha sido para el radicalismo islámico la afrenta más intolerable. Los judíos nunca fueron en el pasado más que dhimmis o tolerados dentro de los imperios musulmanes, y que hoy exista en esa región un país de los judíos, que ha resistido todas las campañas bélicas destinadas a destruirlo, explicaría en buena medida la furia con la que Hamás masacró a población israelí el 7 de octubre de 2023, lo mismo que la terca obsesión del régimen iraní de los ayatolas de destruir al Estado de Israel.
Por. Esther Shabot