Hay hombres que pasan por la política, y hay otros que la desnudan. Que la bajan del pedestal y la devuelven a la tierra. Que no la usan como disfraz sino como espejo. José “Pepe” Mujica fue eso. No un político como tantos, sino un hombre que decidió hacer de su vida una coherencia radical. Que vivió pobre pudiendo vivir como rey. Que gobernó sin vanidad, amó sin retórica y resistió sin odio. Su legado no cabe en un cargo ni en una biografía, sino en una pregunta que debería estremecer a todo aquel que ostente poder: ¿estás dispuesto a vivir como hablas?
Pepe no fue un santo ni pretendió serlo. Fue guerrillero, preso, rehen de la dictadura durante trece años en condiciones infrahumanas, presidente de un país que transformó desde la austeridad y la empatía. Pero sobre todo, fue alguien a quien nunca le interesó parecer, sino ser. Jamás ocultó sus contradicciones, sus errores, sus duelos. Y sin embargo, de esa vulnerabilidad hizo fuerza. Su grandeza fue no traicionarse, ni siquiera cuando la política le ofrecía todos los espejismos.
Vivió en su chacra, manejó su viejo Fusca, rechazó los lujos del poder, donó la mayor parte de su salario como presidente. Pero más allá del gesto simbólico, lo que hizo temblar estructuras fue su discurso ético: su denuncia al consumismo voraz, su defensa de la libertad como responsabilidad, su manera directa y humana de hablarle a los pueblos, no a los mercados ni a las cámaras. Su liderazgo no fue mesiánico ni autoritario: fue el de un hombre que caminaba descalzo sobre sus ideas.
Cuando Uruguay legalizó la marihuana, no lo hizo para fomentar un mercado, sino para arrebatarle terreno al crimen. Cuando apoyó el matrimonio igualitario, lo hizo porque entendía que el amor no debe ser regulado por prejuicios. Cuando habló ante la ONU, conmovió al mundo no por el contenido técnico de su discurso, sino por su verdad desnuda: “Venimos al planeta a ser felices”, dijo, y ese día no hubo aplauso más honesto.
Su historia de amor con Lucía Topolansky, compañera de lucha, de cárcel, de ideales y de vida, es también una metáfora de lo que Mujica representa: un vínculo sin artificio, donde la militancia es también ternura, y la política se vive en pareja, no en soledad ególatra.
Mujica no buscó imponerse, sino proponer. Su rebeldía fue más honda que la del grito: fue la del ejemplo. En un mundo donde la palabra “coherencia” parece pertenecer al diccionario de lo ingenuo, él la volvió posible. No desde la pureza, sino desde la autenticidad. Su ética no fue la del dogma, sino la de la vida vivida con consecuencia.
Hoy, su figura trasciende fronteras ideológicas. Porque incluso quien no comparte sus ideas no puede evitar respetar su forma de habitar el poder. Mujica es ese espejo incómodo que revela cuánto nos hemos alejado de lo esencial: del servicio público como vocación, del poder como herramienta, de la política como acto moral.
No quiso estatuas ni homenajes, y por eso su huella es más honda. Porque en tiempos de impostura, su vida fue testimonio. Porque en tiempos de cálculo, él eligió sentir. Y porque en tiempos donde tantos se visten de pueblo para servirse de él, Mujica se despojó de todo para servirlo.
Quizás la mejor manera de recordarlo no sea repitiendo sus frases, sino haciéndonos la más difícil de todas las preguntas: ¿vivimos como pensamos?
Y si la respuesta duele, es porque Mujica aún incomoda. Y eso, justamente eso, es lo que lo hace eterno.
¿Voy bien o me regreso?
Placeres culposos: América vs Cruz Azul, juego de vuelta de la semifinal del futbol mexicano y Nuggets vs Thunder, juego 7 de la semifinal de conferencia del oeste de la NBA.
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