La corrupción ha sido, desde los albores del Estado moderno, una de las grandes amenazas para el desarrollo, la equidad y la confianza en las instituciones. Desde Cicerón hasta Lord Acton (“El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”), los pensadores han advertido que el poder sin control conduce al abuso. En América Latina, y particularmente en México, la corrupción se percibe no solo como un acto aislado, sino como algo sistémico, una red que contamina desde las pequeñas gestiones hasta las grandes decisiones políticas. El expresidente Enrique Peña Nieto llegó a decir que «la corrupción es un asunto cultural». Pero ¿es inevitable? Algunos países han demostrado que no.
¿Qué es la corrupción y por qué persiste?
Según Transparencia Internacional, la corrupción es el abuso del poder encomendado para beneficio privado. Diego Valadés la vincula con el debilitamiento constitucional: ocurre cuando el poder carece de controles reales. La ONU la define como un obstáculo estructural al desarrollo, la seguridad y la justicia.
Persiste por:
– Discrecionalidad excesiva: decisiones sin supervisión ni reglas claras.
– Impunidad: escasas consecuencias reales.
– Cultura de permisividad: la sociedad la tolera o considera inevitable.
– Liderazgos permisivos o involucrados directamente.
Singapur: disuasión, eficiencia y tecnología
Tras la Segunda Guerra Mundial, Singapur era uno de los países más corruptos del mundo. Durante el gobierno colonial británico, la llamada Administración del Mercado Negro (BMA) fue criticada por corrupción, requisas arbitrarias, mala distribución de alimentos e ineficiencia. A ello se sumaban impunidad, violencia contra mujeres, suciedad urbana y una gestión pública deficiente. La ausencia de un sistema legal efectivo permitió que estas prácticas se arraigaran.
Con la llegada de Lee Kuan Yew como primer ministro, en los años sesenta, se implementó una política de tolerancia cero. La creación del CPIB (Buró de Investigación de Prácticas Corruptas), con verdadera autonomía, inició una estrategia integral basada en leyes estrictas, un poder judicial independiente y tecnología para reducir la interacción directa entre funcionarios y ciudadanos. El mensaje fue claro: quien roba, cae; quien denuncia, se protege. En Singapur no hay «palancas» que valgan. Su marco legal permite confiscar activos de origen ilícito y la burocracia se profesionalizó. En 2024, obtuvo 84 puntos en el Índice de Percepción de la Corrupción (CPI), ubicándose entre los tres países menos corruptos del mundo. El liderazgo de Lee Kuan Yew fue clave.
Finlandia y Dinamarca: cultura cívica e integridad institucional
Estos países nórdicos no necesitaron castigos ejemplares, sino instituciones confiables. La transparencia no es solo obligación legal, sino expectativa ciudadana. Desde la escuela, los niños aprenden que el bien común prevalece sobre el beneficio individual.
Finlandia tuvo altos índices de corrupción en los años setenta y ochenta, mientras consolidaba su economía de mercado y sus instituciones democráticas. Dinamarca ha mantenido bajos niveles de corrupción gracias a la confianza en sus instituciones, un sistema legal sólido y una cultura de transparencia.
Sus estrategias comunes:
– Acceso público a información.
– Procesos administrativos auditables.
– Protección a denunciantes.
– Confianza en policía, poder judicial y funcionarios.
– Liderazgos coherentes con los principios de integridad.
Finlandia y Dinamarca ocupan los lugares 2 y 1 del CPI, no por perseguir más corruptos, sino porque hay menos que perseguir.
Reflexión final: la corrupción no se elimina con discursos
El combate a la corrupción requiere más que voluntad: rediseño institucional, educación cívica y liderazgos íntegros. Los modelos presentados muestran que sí es posible erradicarla, pero no hay atajos.
La lección es clara: sin un liderazgo comprometido, sin controles reales, sin transparencia y sin cultura cívica, ningún sistema funciona. Y sin una sociedad que exija, todo intento fracasa.
En México, la corrupción no solo persiste, sino que crece. Esto se debe a factores estructurales: debilidad institucional, centralización del poder, falta de transparencia y una procuración de justicia que a menudo actúa con criterios políticos. Se suma la captura de organismos autónomos, opacidad en el uso de recursos, ausencia de contrapesos efectivos y escasa rendición de cuentas. Este entorno propicia la impunidad, debilita la confianza ciudadana y perpetúa la corrupción institucionalizada.
Los países con menos corrupción no lo lograron por azar, sino porque decidieron que vivir con ella no era una opción.