En el sur de Arizona, una madre entró a la habitación de su hija para despertarla y llevarla a clases. Era martes. Su hija, una joven brillante de 17 años, no respondía. Había muerto en su cama, sola, horas antes. ¿La causa? Una sola pastilla que había comprado por redes sociales, creyendo que era Percocet, pero que en realidad contenía una dosis mortal de fentanilo. Bastó un grano del tamaño de una uña para detener su corazón.
Esta historia no es un caso aislado ni una exageración. En Estados Unidos, el fentanilo se ha convertido en la principal causa de muerte entre jóvenes de 18 a 45 años. En México, aunque el problema parece lejano, ya golpea en ciudades fronterizas, en colonias donde circulan pastillas falsas, caramelos adulterados y goteros de uso recreativo.
Mientras tanto, muchos adolescentes siguen creyendo que “solo es una fiesta”, “es solo marihuana”, “es un toque de nada”, sin saber que en esa ligereza comienza una cadena que, con frecuencia, no tiene regreso.
La escalera del desastre
Ningún joven se inicia diciendo: “quiero morir de sobredosis”. Pero el camino al fentanilo suele comenzar con decisiones aparentemente inofensivas. Según un metaanálisis publicado en el International Journal of Drug Policy, el 44.7 % de quienes consumieron marihuana alguna vez, terminaron usando otras drogas ilícitas. El tránsito ocurre de forma progresiva: primero el alcohol, luego la cannabis, más tarde los inhalantes, psicotrópicos, y finalmente los opioides sintéticos.
La marihuana, pese a su legalización en varios países, no está exenta de riesgos. Estudios de Yale y de la OMS señalan que entre el 9 y el 20 % de los consumidores diarios desarrollan una dependencia. Y esta dependencia, en muchos contextos, se convierte en la antesala perfecta para buscar “algo más fuerte”.
Lo mismo ocurre con el alcohol. Su efecto desinhibidor y social puede facilitar el entorno perfecto para probar otras sustancias. No es coincidencia que la mayoría de las personas que abusan del fentanilo comenzaron su consumo con bebidas alcohólicas en fiestas o reuniones.
¿Por qué el fentanilo es tan peligroso?
Porque es casi invisible. Una cantidad tan pequeña como dos miligramos (menos que un grano de sal) puede ser mortal. Y porque se disfraza. Se vende en forma de pastillas de “xanax”, de “oxycodona” o “adderall”, pero sin control médico ni supervisión. Muchas veces, ni el propio consumidor sabe que está ingiriendo fentanilo hasta que es demasiado tarde.
Según la DEA, en 2023 se incautaron más de 70 millones de pastillas falsas con fentanilo, lo que equivale a más de 400 millones de dosis letales. Solo en los primeros seis meses de 2025, las autoridades mexicanas ya han decomisado más de 12 millones de píldoras adulteradas en Tijuana, Ciudad Juárez y Sinaloa.
El espejismo de la fiesta
Lo más trágico de esta cadena es que todo empieza por buscar placer. Un rato de euforia, un momento de desconexión, un escape del dolor. Pero ese placer es un espejismo. Una ilusión que se transforma en necesidad, luego en dependencia, y después en ruina. La droga, que en un inicio se disfraza de “experiencia”, termina gobernando la voluntad, desintegrando relaciones, destruyendo cuerpos, quebrando vidas.
Los expertos en neurociencia han advertido que sustancias como el fentanilo secuestran literalmente los circuitos cerebrales del placer. Ya no se trata de una decisión consciente, sino de una urgencia fisiológica por sobrevivir al malestar del síndrome de abstinencia. De ahí que tantas personas que caen en esa trampa no logren salir con vida.
En Estados Unidos, cada día mueren más de 150 personas por sobredosis de opioides sintéticos. Entre los adolescentes, más del 70 % de las muertes por sobredosis están relacionadas con el fentanilo. Y muchas veces, ni siquiera sabían que lo estaban consumiendo.
¿Qué podemos hacer?
Educar con la verdad. Hablar sin prejuicios. Alertar sin criminalizar. Los padres, maestros, autoridades y medios tenemos la obligación de advertir que ninguna droga es completamente “recreativa”. Que detrás de la aparente normalización del consumo hay una industria criminal que envenena, lucra y mata.
También es urgente que las instituciones impulsen campañas reales de prevención y espacios de atención emocional para jóvenes. El consumo suele enraizarse en el vacío, el abandono o el dolor.
Cierre
El camino al fentanilo no empieza en una clínica clandestina, sino en una fiesta, en una carcajada con un cigarro compartido, en un “no pasa nada” repetido hasta el autoengaño.
Por eso debemos mirar de frente esa realidad. Porque cada joven que muere por una sobredosis no solo perdió la vida. Perdimos también una parte de nuestra humanidad.




