5 diciembre, 2025

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El árbol de moras

Café Expreso/Pedro Alfonso García

En la historia política de Tamaulipas sobran casos anecdóticos que se volvieron clásicos sobre la corrupción, toda una filosofía que aplicaron al pie de la letra generaciones de personajes de la élite política que, después de su paso por el poder, resolvieron el problema económico y patrimonial de su descendencia.

Un caso ilustrativo que ocurrió en Tamaulipas en la segunda mitad del siglo pasado refiere que una de tantas veces llegó de visita el gobernador a un municipio cercano a la capital, y el alcalde se quejó de sus penurias y habló de su preocupación por el futuro.

La respuesta de su jefe político fue contundente: “no seas pendejo, por algo te puse en la presidencia municipal”. El quejoso no habló más, pero a partir de entonces vivió feliz y sin limitaciones porque acató al pie de la letra el sugerente comentario de su amigo y patrón.
La historia muy local resume lo que ha sido en buena parte la política mexicana, pero tiempo atrás, uno de los fundadores del PRI, un tipo corrupto y atrabiliario, el potosino Gonzalo N. Santos, se hizo famoso por una frase que no ha perdido vigencia: “La moral es un árbol que da moras… o sirve pa’ una chingada”.

Ambos casos parecen simples anécdotas, pero en realidad son ilustrativos de la esencia de la política mexicana, donde la moral pública se usa como disfraz y la ilegalidad ha sido por más de un siglo el verdadero método de gobierno.

En términos muy académicos e inusualmente aterrizados en la realidad, la moral pública debería ser el eje de la vida política, un marco de normas colectivas orientadas al bien común, mientras que la moral privada pertenece a la conciencia individual, como lo explicaba Max Weber al distinguir entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.

En otra época, en México, el historiador y filósofo mexicano-español Luis Villoro advirtió que el poder solo es legítimo cuando se funda en principios de justicia compartidos, no en intereses particulares, pero el tiempo ha demostrado una y otra vez que su clase dirigente predica la moral pública en el discurso, pero se rige por la moral privada de la ambición, del clientelismo y de la impunidad.

El PRI construyó durante décadas la narrativa de la justicia social y la revolución hecha gobierno, pero en los hechos operaba una maquinaria de corrupción y represión, y para afirmarlo basta consignar casos que aún perduran en la memoria colectiva: Luis Echeverría hablaba de justicia mientras su sexenio estaba marcado por la guerra sucia; Miguel de la Madrid prometió una renovación moral de la sociedad mientras la crisis y la corrupción se lo tragaban; Carlos Salinas presumía modernización y apertura al mundo mientras su hermano Raúl acumulaba fortunas inexplicables y el país se convulsionaba con crímenes de Estado, rebeliones y crisis económicas en 1994.

La alternancia con el PAN fue presentada como el inicio de una nueva etapa, pero la hipocresía volvió a imponerse. Vicente Fox llegó con la bandera de la transparencia y terminó atrapado en los negocios de los hijos de Marta Sahagún; Felipe Calderón se envolvió en la legalidad mientras su guerra contra el narcotráfico abrió la puerta a la colusión con el crimen organizado y dejó una estela de miles de muertos, pero el tiempo se ha encargado de ir ajustándole cuentas, con episodios legales como los que ha enfrentado en EU su encargado de la seguridad nacional, Genaro García Luna.

El regreso del PRI con Peña Nieto se vistió de modernidad, reformas estructurales y un nuevo rostro, pero el país solo recuerda la “Casa Blanca” como símbolo del privilegio y el abuso; los sobornos de Odebrecht que mancharon contratos de Pemex, y la Estafa Maestra que mostró cómo universidades y dependencias eran utilizadas como lavanderías de dinero público, tres casos que confirman que la moral pública proclamada en el discurso fue en realidad un espejismo para ocultar el saqueo real.

Con Morena la retórica se endureció, López Obrador convirtió “la honestidad valiente” en dogma y aseguró que la corrupción terminaría en su sexenio, pero el país vio los sobres de dinero en manos de su hermano Pío, el desfalco multimillonario en Segalmex y la repetición de viejas prácticas disfrazadas de cambio.

Hoy Claudia Sheinbaum carga con la bandera de la limpieza moral, pero enfrenta la herencia de casos abiertos y pactos que le estorban en sus políticas para asear el escenario público, como si la historia quisiera recordarle que ningún discurso se sostiene sin hechos que lo respalden, y este complicado contexto explica las fuertes acciones de seguridad y justicia que han sacudido los últimos meses al país.

Tamaulipas no escapa a esta realidad: exgobernadores perseguidos por corrupción y vínculos con el crimen, alcaldes acusados de desvíos y fiscalías que acumulan denuncias sin que lleguen a sentencia. El ciudadano tamaulipeco sabe que la moral pública se usa como argumento, pero que la moral privada dictó las reglas de la vida política local, donde los pactos, los favores y las complicidades fueron la verdadera moneda.

El caso más reciente, el huachicol fiscal, muestra la profundidad de esta cultura porque no es un simple fraude ni un robo aislado, es un sistema paralelo que drenó miles de millones de pesos al erario bajo la apariencia de legalidad, con facturas, importaciones simuladas y gasolineras que servían de fachada, todo con la complicidad de empresarios, funcionarios y políticos. Un crimen económico de alto nivel que rebasa otros escándalos como el Pemexgate, la Estafa Maestra, Odebrecht y la Casa Blanca, todos distintos en forma pero idénticos en fondo: la caída del discurso frente a la fragilidad moral de la clase dirigente.

Ayotzinapa mostró la colusión del Estado con el crimen organizado y la tragedia de 43 estudiantes desaparecidos que sigue sin respuesta plena; Pemexgate reveló cómo se usaba el dinero público para financiar campañas; la Estafa Maestra exhibió la perversión de instituciones educativas; Odebrecht enseñó cómo la corrupción mexicana se conectaba con redes internacionales; y Segalmex confirmó que ni siquiera la retórica del combate frontal podía frenar el viejo hábito del desvío. Y ahora el huachicol fiscal llega a coronar esa galería de escándalos que han derrumbado una y otra vez la narrativa oficial.

La ciudadanía lo sabe, escucha los discursos de honradez y los compara con los hechos, entiende que la política mexicana se sostiene en el doble lenguaje: moral pública en el discurso, en los medios y en las redes sociales, y moral privada en los negocios ocultos.

Como escribió Villoro, un poder sin principios compartidos de justicia es un poder ilegítimo, y la historia reciente confirma que en México la legitimidad política se ha construido más en la simulación que en la ética, o como lo diría Weber, quienes gobiernan han renunciado a la ética de la responsabilidad y se han refugiado en la moral privada de la conveniencia.

México ha tenido promesas de moral pública desde la renovación moral de De la Madrid hasta la honestidad valiente de López Obrador, pero en la práctica la política mexicana se ha sostenido en la simulación, y cada nuevo escándalo, desde la Casa Blanca hasta el huachicol fiscal, no hace más que confirmar que aquella frase de Gonzalo N. Santos sigue vigente: en la política mexicana la moral sigue siendo un árbol que da moras.

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