CIUDAD VICTORIA, TAM.- El Caminante se levantó muy temprano para tomar el autobús que lo llevaría a su pueblo natal (como diría Jaimito el cartero): la urbe cañera, «la ciudad más dulce del planeta», el Mante, Tamaulipas.
Después de muchos meses de arduo trabajo, el vago reportero por fin se tomó unas, si no merecidas, necesarias vacaciones.
Llegó a su pueblo emocionado y dispuesto a visitar a todas aquellas amistades qué añoraba ver desde hace mucho tiempo.
Después de reportarse con su familia y en especial con sus papitos, el Caminante se dispuso a realizar un pequeño tour para estrechar la mano de sus paisanos.
Pero el destino es caprichoso e impredecible.
Al primero qué buscó es a quien en sus tiempos de juventud, fue uno de sus primeros patrones: el Cordobés, un veterano herrero qué le enseño a hacer sus primeras chambas de soldadura eléctrica.
El Cordobés no fue un jefe «tirano», por el contrario, era muy alivianado, y aunque en más de una vez lo reprendió y corrigió, jamás le faltó el respeto.
«Mira junior, es que yo tengo la responsabilidad de enseñarte este oficio, pues me eché el compromiso con tu papá de que aprenderías a aventarte tus primeros cacahuates (en alusión a la soldadura eléctrica) y por eso te tengo que llamar la atención cuando no estás haciendo bien las cosas» solía decir el ‘maistro’.
El Caminante recorrió las 8 cuadras de distancia hasta la casa de aquel herrero, pero se topó con la noticia de que ya ni el taller ni su ex patrón existían.
– La maldita diabetes se lo acabó – contaba su viuda – luego empeoró con una tos seca y hace ocho meses lo enterramos.
– Cómo me hubiera gustado volver a verlo – le respondió el escribidor a la señora.
Al día siguiente el Caminante enfiló hacia una lonchería, la cual frecuentaba en años pasados. Ahí fue donde dio sus primeros pasos para entrevistar a diferentes personajes urbanos, además de encontrar una inigualable sazón en platillos caseros y un café, que una vez que lo pruebas sientes necesidad de volver a degustarlo.
El vago reportero comía ansias por saludar a todos sus conocidos, así como a la dueña del pequeño restaurante, doña Lupita, a quién en innumerables ocasiones le tocó ser su paño de lágrimas, dándole ánimos cuando las cosas no andaban tan bien. Y qué mejor que un caldito de pollo o unas entomatadas, una migada o unos buenos bocoles para consolar el corazón y agarrar energías antes de un pesado día de trabajo.
El Caminante arribó al pequeño local entusiasmado de encontrarse con sus viejos amigos.
Betty, la hija menor de doña Lupita lo recibió con un abrazo y una sonrisa un tanto nostálgica.
– ¿Qué tal cómo estás? ¡qué bueno que viniste! ¿te sirvo un café? – preguntó ella secándose las manos en el mandil.
– Un café me caería toda madre, ¿dónde está mi ‘amá’? – así le llamaba el Caminante a doña Lupita.
– ¡Ay cariño! mi mami falleció hace dos meses, no te lo había podido decir por inbox, porque todo sucedió de golpe -.
Un pinchazo en el corazón estremeció al reportero callejero, pues esta noticia no solo era terrible sino inesperada
– No me digas eso Betty, yo venía con muchas ilusiones de saludarla.
– Fueron las secuelas del covid; le quedaron daños en el pulmón, y con el tiempo se le combinó con otros padecimientos añejos – comentó entre lágrimas la joven cocinera.
El Caminante no pudo evitar conmoverse hasta el llanto, al darse cuenta que una vez más había llegado tarde, para visitar a alguien que en el pasado había estado ahí para él.
«Dos de dos» dijo para sus adentros el reportero urbano.
Estas tristes novedades le afectaron al grado de evitar siquiera preguntar por otras amistades, los días siguientes de su visita por esa pequeña ciudad.
Al andar vagando por aquellas calles, se topó en más de una ocasión con qué muchos negocios ya contaban con un enorme moño negro a la entrada, algunos empolvados por los años, es decir, qué quien los atendía, ya había pasado a mejor vida.
«Mire, por ejemplo ese pinche virus, se llevó lo que más atesorabamos, nuestros seres queridos» decía muy enojado don Miguel, un veterano mecánico diesel con quien el Caminante se sentó a platicar en la plaza principal.
«Si algo hemos de aprender, es que no debemos dar por sentado que la gente siempre va a estar ahí, ya ve, ya pasaron cinco años de la pandemia y todavía se sigue muriendo gente que quedó muy dañada, yo me salvé por un ‘pelito’… y si no te mueres de eso la pinche inseguridad te alcanza en algún momento» reflexionaba el ‘don’ de 80 años cumplidos.
La lección es igual para todos: no hay un mañana seguro, y si uno tiene la intención de abrazar o estrechar la mano de algún familiar, amigo o conocido, hay que hacerlo hoy. Demasiada pata de perro por esta semana.
…
JORGE ZAMORA
EXPRESO – LA RAZÓN




