Claudia Sheinbaum, la primera Presidenta de México, ha cumplido su primer año al frente del país con una aprobación que no se había visto en décadas. Con encuestas que la colocan entre el 71 y el 78 % de aceptación, Sheinbaum Pardo llega a este punto con un capital político que muchos gobernantes envidiarían. Pero el encanto del inicio no siempre dura, y en política, la luna de miel se acaba más rápido de lo que se imagina.
La Presidenta aún cabalga sobre la inercia del gobierno anterior. Los programas sociales siguen siendo el estandarte, las conferencias matutinas se mantienen y hasta el tono de voz, pausado y didáctico, recuerda al de su antecesor. La continuidad ha sido su estrategia: no romper con la base que le dio el triunfo, ni con el discurso que cimentó un movimiento. Pero también ahí radica el reto: cómo construir identidad propia sin parecer un eco del pasado.
El pasado domingo, al escuchar el resumen de su primer año, quedó claro que el relato oficial sigue siendo optimista. Reducción del 32 % en homicidios dolosos, aumento del 10 % al salario de maestras y maestros, 90 % de abasto en medicamentos y la afirmación de que 13 millones de personas han salido de la pobreza desde 2018. Son cifras que lucen bien en un informe, pero más allá de los números está el pulso que cada familia toma desde su realidad cotidiana.
Porque una cosa es el país de los informes, y otra muy distinta el país de los recibos de luz, del precio del gas y la gasolina, de los hospitales sin medicinas y de las carreteras inseguras. No importa cuánto se repita que la pobreza ha disminuido si las carencias siguen a la vista de todos. Las estadísticas convencen en los discursos, pero la gente evalúa con la despensa, con el salario y con la seguridad con la que regresa a casa.
Claudia Sheinbaum tiene un poder que ningún otro mandatario reciente ha tenido: un Congreso a su favor. Con ello puede crear o modificar leyes a modo, sin depender de alianzas incómodas. Aun así, Morena no la ha tenido fácil. Las expectativas son altas y los errores pesan más cuando no hay oposición que los excuse. Gobernar con mayoría también implica no tener a quién culpar.
El segundo año de gobierno es siempre el más revelador. Es cuando el aplauso se enfría y el ciudadano empieza a exigir resultados. La legitimidad del voto se transforma en exigencia cotidiana. El ánimo social deja de ser romántico y se vuelve práctico: ¿vivimos mejor que antes?, ¿hay más seguridad?, ¿mi familia tiene más oportunidades? Es el punto donde los discursos ya no alcanzan.
Tropicalizando, también nuestros alcaldes del sur están entrando a ese punto medio del mandato. En Tampico, Altamira y Madero se percibe el mismo apremio por hacer las cosas mejor, por corregir lo que el primer año no salió bien. Los recientes cambios en áreas clave —Servicios Públicos, Educación,— revelan un intento de ajustar el rumbo antes de que la curva del desgaste los alcance.
En política, el segundo año suele ser el del espejo: el momento en que los gobernantes se ven a sí mismos sin el brillo del triunfo. Es cuando los equipos se reacomodan, los errores salen a flote y las críticas comienzan a multiplicarse. Lo que sigue no es sencillo, porque mantener enamorado al electorado requiere algo más que buenas intenciones.
Por ahora, el país parece seguir en esa “luna de miel” con sus gobernantes. El ánimo es favorable, los aplausos siguen y las plazas se llenan cuando se llama al respaldo. Pero el encanto del amor político se mide cuando llegan los primeros desencantos. Y en México, esos momentos suelen llegar pronto: basta con que los bolsillos aprieten o la inseguridad toque una puerta cercana.
La politología tiene una frase que lo resume bien: “Los gobiernos gozan de bonanza cuando prometen más de lo que pueden realizar; pero si no cumplen pronto, la brecha entre expectativa y realidad cobra factura.” Lo escribió Juan Linz hace décadas, pero parece diseñado para este momento.
El reto de Sheinbaum será convertir la aprobación en resultados tangibles. No en cifras para el informe, sino en cambios que se sientan en los hospitales, las escuelas y las calles. Gobernar con popularidad es fácil; gobernar con eficacia es otra historia.
En los estados, los gobiernos locales también enfrentan su propia prueba de fuego. Los cambios en gabinetes son apenas el síntoma de que algo no cuadra. Los ciudadanos ya no compran excusas: quieren respuestas. Y cuando la confianza se resquebraja, ningún discurso la recompone.
La luna de miel, en política, se acaba cuando la ilusión deja de ser suficiente. El segundo año será el termómetro del gobierno federal y de los municipales. Los próximos meses empezarán a sonar nombres, aspiraciones, rumores y campañas negras. Como siempre, los tiempos se adelantan y los intereses se acomodan.
Y así, mientras el discurso nacional repite que “todo va bien”, la realidad de las regiones nos recuerda que gobernar no es enamorar, sino cumplir. Porque en política, todo puede pasar… y cuando el amor se enfría, ni la aprobación más alta garantiza un final feliz
Por. Martha Irene Herrera
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