5 diciembre, 2025

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De los sesenta a la era digital: el desafío de ser humanos

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

Del ideal de libertad al confort de la costumbre: un llamado al despertar de nuestra conciencia.
“Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo.” —Friedrich Nietzsche”

Hubo una época —los años sesenta— en que el mundo creyó que podía reinventarse. No fue solo una década de música y rebeldía, sino de pensamiento, de búsquedas profundas. Se alzaban voces que exigían el fin de las guerras, la igualdad racial, la autonomía de las universidades y la libertad de ser. Fue una revolución filosófica antes que política, un grito por la dignidad humana.
Aquella generación no pedía dádivas, pedía sentido. Descubrió que la felicidad no se compra ni se delega. La vida era lucha, pero también propósito. El arte, la palabra y la conciencia eran herramientas de transformación. Y aunque no lo lograron todo, nos enseñaron que cada acto libre tiene poder.

Hoy, sesenta años después, la humanidad ha ganado velocidad, pero ha perdido profundidad. La tecnología nos acerca y, a la vez, nos distancia. Las máquinas aprenden más rápido que nosotros, pero no saben sentir; nosotros sentimos, pero pensamos cada vez menos. La censura ya no viene del miedo, sino de la distracción.

Antes, el poder controlaba con terror; hoy lo hace con entretenimiento y consumo. Pero la violencia no ha desaparecido: solo cambió de rostro. Mientras millones vivimos pendientes de una pantalla, en otros rincones —como Gaza— la humanidad se desangra ante la indiferencia del mundo. Las bombas sustituyen al diálogo y el dolor se vuelve estadística. La guerra, repetida bajo nuevos pretextos, nos recuerda que la tecnología puede avanzar sin que avance la conciencia.

Nos alimentan de inmediatez, nos adormecen con el brillo de los aparatos y nos hacen creer que elegir un producto es lo mismo que ejercer la libertad. A los que tienen poco, se les da dinero para callar; a los que tienen más, ansiedad para mantenerlos ocupados. El resultado es el mismo: la renuncia a decidir y pensar por uno mismo.

Albert Camus escribió: “El sentido de la vida es la más urgente de las preguntas.” Y en esa pregunta se cifra toda responsabilidad. Pedimos justicia, pero no siempre actuamos con ella; exigimos coherencia, pero pocas veces la vivimos. Queremos líderes honestos, pero justificamos nuestras pequeñas trampas diarias. No podemos pedirle a otros lo que no somos capaces de hacer. La verdadera transformación empieza en el espejo, no en el discurso.

Nietzsche nos recordó que vivir con propósito es resistir al vacío. Viktor Frankl, que sobrevivió al infierno, lo confirmó: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la libertad de elegir su actitud ante las circunstancias.” En esa elección habita nuestra dignidad. El poder de decidir no se pierde: se entrega. Recuperarlo es el primer acto de libertad.

El reto de nuestro tiempo no es tecnológico, es moral. No basta con tener inteligencia artificial: necesitamos sabiduría natural. No hay algoritmo que sustituya la conciencia ni red social que repare el alma. La vida seguirá imponiendo pruebas; no será más fácil, pero puede ser más nuestra si caminamos en la dirección de nuestras decisiones.

Asumir la responsabilidad de vivir es el acto más revolucionario que puede ejercer un ser humano. Es decidir sin esperar permisos, crear sin pedir aplausos, actuar sin excusas. Tal vez el progreso nos hizo más cómodos, pero también más frágiles. El confort ha sustituido al compromiso, y el silencio, a la reflexión.

Despertar hoy significa recuperar el valor de la elección consciente. Significa dejar de culpar a los demás y empezar a gobernar la propia vida. La felicidad no llega por decreto ni por dádiva: se forja en el esfuerzo, en el dolor que enseña y en la alegría que redime. Mientras sigamos esperando que otros decidan por nosotros, seguiremos siendo súbditos del conformismo y vasallos de los que gobiernan nuestras decisiones.

Los jóvenes de los sesenta soñaban con cambiar el mundo, y en buena medida lo hicieron. Quizá ahora nos toque algo más difícil: reconocer que aún somos capaces de hacerlo. No a través de la protesta, sino de la responsabilidad. No gritando contra el poder, sino asumiendo el nuestro. Solo entonces, quizá, la revolución pendiente sea posible: ser plenamente humanos.

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