En un caso familiar por una disputa de custodia, el pasado 29 de agosto comenzó una pesadilla para sus protagonistas: Gabita, una niña de apenas 3 años, fue retirada de los brazos de su madre, Gabriela Salazar, y entregada a su padre, Alejandro A., por una orden judicial, que, para muchos, estaba llena de irregularidades. La noticia recorrió rápidamente la zona sur de Tamaulipas, generando preguntas incómodas: ¿cómo protegemos a los niños cuando los conflictos de los adultos los ponen en riesgo?
Gabriela, la madre de la niña, denunció que nunca fue notificada adecuadamente y que el DIF no estuvo presente durante la entrega de su hija, incumpliendo protocolos esenciales para la protección de la infancia.
Lo que debería haber sido un procedimiento seguro, se convirtió en un acto que dejó vulnerable a una niña pequeña.
La situación se agravó por los antecedentes de violencia. Gabriela había denunciado al padre de la pequeña, Alejandro A. por más de una década de agresiones físicas, verbales y psicológicas. Los peritajes respaldaron sus testimonios: la violencia estaba ahí, en la sombra de un hogar que debía ser seguro. Esta realidad hizo que la indignación social se hiciera sentir: no era solo una disputa legal, era la vida de una niña en juego.
Para la ejecución de la orden judicial, Gabita fue sustraída por su padre, en medio de la presencia de elementos de la Guardia Estatal y un actuario judicial.
La Alerta Amber se activó durante el mes de septiembre, un grito de emergencia que buscaba rescatar a la niña y recordarnos que la protección de la infancia no puede ser opcional.
La restitución de la custodia no fue sencilla. Una jueza federal ordenó que Gabita regresara con su madre, pero Alejandro A. no entregó a la niña, y los cateos en propiedades vinculadas a él no dieron resultado. Cada día que pasaba era un día más de incertidumbre, de angustia, de lágrimas silenciosas.
Finalmente, el encuentro llegó. Gabriela recuperó a Gabita, y la fotografía de madre e hija abrazadas recorrió las redes sociales como un pequeño rayo de esperanza. Semanas de miedo y ansiedad terminaron en un “final feliz”, aunque no todos los finales en estas historias son así de luminosos.
Sin embargo en la zona sur, hay muchas otras “Gabitas” y “Gabitos” que viven este vaivén entre hogares y tribunales, entre fines de semana y vacaciones. La estabilidad que deberían tener desde la infancia se ve fragmentada, y muchas veces el dolor de crecer entre conflictos legales deja cicatrices invisibles.
Existen organizaciones independientes, como “No más hijos rehenes”, que buscan visibilizar y apoyar a los menores atrapados en estas disputas, recordándonos que los niños nunca deben ser moneda de cambio en los conflictos de los adultos.
Cada “Gabita” y “Gabito” nos recuerda que no se trata solo de los derechos de los padres a tener hijos, sino de los derechos de los niños a crecer en un hogar seguro, lleno de amor y cuidado.
Como sociedad, debemos preguntarnos si nuestras leyes y nuestras instituciones realmente priorizan a los más vulnerables, si actúan con la urgencia y el cuidado que merecen los pequeños que dependen de nosotros.
Cada historia como la de Gabita debería ser un llamado a reforzar protocolos, garantizar vigilancia efectiva y recordar siempre que el bienestar emocional de los niños debe estar por encima de cualquier disputa adulta.
Que Gabita esté finalmente en casa es un alivio que todos celebramos. Pero mientras existan otros “Gabitos” y “Gabitas” en situaciones similares, no podemos descansar.
Los derechos de la infancia no son negociables. Cada niño y niña merece crecer con amor, cuidado y justicia, y todos tenemos un papel en que esto se cumpla.
Que esta historia nos haga reflexionar: proteger a los niños no es solo una responsabilidad de los padres, de los jueces o de las autoridades. Es un deber colectivo, de toda la sociedad, de no permitir que ningún niño se sienta solo, perdido o como rehén de las decisiones de los adultos.
POR MARTHA IRENE HERRERA
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