El reciente fallecimiento de una adolescente de 14 años tras someterse a una cirugía estética —colocación de implantes mamarios y lipotransferencia— ha detonado una avalancha de juicios morales en la opinión pública. La madre ha sido colocada en el centro de la polémica: se dice que engañó al padre para autorizar el procedimiento, que participó en la operación sin ser profesional de la salud, e incluso que transmitió a su hija una obsesión por la apariencia corporal al haber ella misma recurrido a cirugías de este tipo.
Sin embargo, en esta discusión el papel del equipo médico, y en particular el cirujano plástico que aceptó intervenir a una paciente pediátrica sin indicación terapéutica, ha quedado en segundo plano. Como si la responsabilidad principal pudiera diluirse en la esfera privada de una madre y su hija, y no en la práctica profesional regulada por la ética y la lex artis.
La muerte pone el reflector en la tragedia, pero la pregunta incómoda es: ¿qué hubiese pasado si la adolescente hubiese sobrevivido? Acaso nada, o ante la molestia pública del padre se habría propuesto la normalización de las intervenciones estéticas en menores, justificándolas en la autonomía de la paciente y el consentimiento materno. El caso, tal vez, se habría presentado como una “historia de empoderamiento” o de “libertad de elección”.
La deliberación moral cambia de manera radical cuando hay un desenlace fatal, pero la pregunta de fondo es la misma: ¿es éticamente aceptable realizar cirugías estéticas electivas en niñas y adolescentes
La medicina no es una actividad comercial cualquiera. La lex artis —el estándar técnico y ético de la profesión— marca los límites de lo que puede hacerse de forma segura y justificada.
En el caso de la cirugía plástica, la literatura científica y las guías clínicas reconocen la pertinencia de ciertos procedimientos reconstructivos en menores (quemaduras, malformaciones congénitas, secuelas de trauma), pero no avalan cirugías puramente estéticas en adolescentes, mucho menos en pacientes pediátricas. Por ello, resulta secundario derivar la responsabilidad hacia la madre. La primera pregunta ética debería dirigirse al cirujano: ¿qué justificación clínica tuvo para intervenir a una menor de 14 años? ¿Qué protocolos siguió para garantizar la seguridad anestésica en una paciente pediátrica? ¿Qué experiencia tenía su equipo en complicaciones propias de esa edad?
AUTONOMÍA Y VULNERABILIDAD
Otro argumento falaz que circula es que la adolescente quería operarse y que su madre apoyó la decisión. Pero los médicos deben comprender que la autonomía no es absoluta ni ilimitada. Mucho menos en sujetos en desarrollo, cuya capacidad de decisión está marcada por la presión social, la influencia parental y los estereotipos corporales que la cultura impone.
Aceptar la voluntad de una adolescente como criterio suficiente para autorizar un procedimiento riesgoso desconoce dos principios de la Bioética fundamentales: la protección de los más vulnerables y la obligación del médico de no dañar (primum non nocere). En este punto cabe recordar que los médicos no están obligados a realizar toda intervención solicitada por un paciente o por su familia.
La práctica médica incluye el deber de negarse a actuar cuando un procedimiento contraviene la lex artis, carece de beneficio terapéutico y expone al paciente a riesgos desproporcionados. La objeción de conciencia, discutida en torno a dilemas como el aborto o la eutanasia, tiene cabida aquí, en la cirugía estética.
Frente a la presión de pacientes o familiares, un cirujano podría (legalmente) y debería (éticamente) objetar y rechazar procedimientos que constituyen más un daño que un beneficio, sobre todo en poblaciones vulnerables como niñas y adolescentes. Ejercer esta negativa responsable no es paternalismo, sino un acto de integridad profesional.
El médico no es un proveedor de servicios a la carta, sino un garante del bienestar y la seguridad del paciente. Un aspecto aún más delicado en este caso es que el cirujano era pareja sentimental de la madre y convivía de manera cotidiana con la adolescente.
Esta cercanía compromete la objetividad clínica: la confianza y la intimidad familiar pueden haber influido en su disposición a aceptar una cirugía que, en condiciones normales, debería haberse rechazado. La ética médica reconoce que cuando existen vínculos afectivos cercanos entre médico y paciente, o con su familia, el juicio clínico puede nublarse y el riesgo de complacencia se eleva. En estos escenarios, la obligación profesional no es satisfacer al entorno familiar, sino derivar el caso a un colega independiente, capaz de valorar con imparcialidad la pertinencia y los riesgos del procedimiento.
El conflicto de interés aquí no es sólo económico, sino relacional y afectivo: operar a la hija de la pareja sentimental coloca al cirujano en una situación incompatible con el deber de objetividad y con el principio de justicia clínica
¿LAS CIRUGÍAS PLÁSTICAS DEBEN PROHIBIRSE?
Tras este caso, ya se ha planteado que es indispensable prohibir legalmente las cirugías estéticas en menores de edad. Esta propuesta abre un debate complejo ya que una prohibición absoluta podría obstaculizar cirugías reconstructivas necesarias para el desarrollo y la salud integral de ciertos niños y adolescentes frente a una situación que debería ser de sentido común y de experiencia profesional.
No puedo estar de acuerdo con usar la ley para educar de esta forma, sin embargo, parece que dejar un vacío legal y confiar en la discrecionalidad médica ha demostrado ser insuficiente. El dilema no es entre prohibir o permitir, sino entre regular con criterios claros: • Prohibir de manera expresa cirugías estéticas electivas en menores de edad.
• Permitir procedimientos reconstructivos bajo estricta indicación médica y con aval de comités de ética hospitalarios.
• Prevenir y sancionar conflictos de interés que comprometan la objetividad clínica, como los que surgen de vínculos afectivos o familiares.
• Pero que quede claro, la ley, en este caso, no suplanta la lex artis, la complementa y la protege frente a intereses comerciales, presiones familiares o decisiones precipitadas. La indignación contra la madre refleja la tendencia social a moralizar la tragedia en términos individuales, mientras se deja intacta la responsabilidad estructural, es decir, un sistema de salud que permite cirugías no justificadas en niñas, un mercado estético en expansión y una profesión médica que a veces confunde la demanda del cliente con la necesidad clínica.
La pregunta clave no es si la madre actuó bien o mal, sino cómo fue posible que un médico certificado aceptara operar a una niña de 14 años sin justificación terapéutica y en un contexto de evidente conflicto de interés. Este caso debe servir como línea roja para la profesión médica. No basta con esperar a que la ley prohíba lo que la ética clínica ya considera inaceptable. Los médicos tienen la obligación de objetar, derivar y rechazar procedimientos que carecen de beneficio y exponen a los pacientes a riesgos desproporcionados. La cirugía estética no puede reducirse a un mercado que satisface deseos, sino que debe preservarse como una práctica regida por la lex artis, la prudencia y el deber de cuidado.
Si algo enseña este dramático caso es que la medicina pierde su sentido cuando abdica de su responsabilidad ética. Y que, sólo recuperando la objetividad, la integridad profesional y la valentía de decir NO, podremos evitar que historias como esta se repitan.
IRENE CÓRDOVA JIMÉNEZ




