Marcos tenía once años y un cuaderno con la pasta azul donde dibujaba mapas de su barrio. Decía que eran mapas de vuelo. Entre la tiendita, el taller de mofles y las casas sin pintar, encontraba rutas por donde sus aviones de papel podían cruzar sin chocar con los cables.
Vivía con su madre y su hermano menor en una casa pequeña de paredes húmedas. Faltaba el gas, a veces la comida, y siempre el dinero. En las tardes, al volver de la escuela, Marcos se sentaba con su abuelo, Don Ernesto, en una vieja silla del patio. El abuelo, de manos duras y mirada serena, había sido obrero. Le hablaba sin adornos: “El miedo se doma con cabeza fría. Y si un día la vida se pone fea, piensa antes de correr. El que piensa, sobrevive.”
A veces, cuando el calor cedía y el cielo, limpio y lleno de estrellas, se extendía sobre ellos, Don Ernesto le contaba historias: del hombre que caminó sobre la Luna, del río que buscaba el mar o de un niño que soñó con ser doctor aunque no supiera bien qué era eso. Marcos escuchaba con los ojos abiertos, mirando las estrellas. En aquellas noches nació su deseo de ser algo más: tal vez ingeniero, astronauta o inventor. Don Ernesto sonreía y decía: “Mira el cielo, mijo. Allí caben todos los que se atreven.”
La escuela no ofrecía muchas esperanzas. Las ventanas rotas, los libros viejos y los maestros cansados no eran paisaje, eran todo lo que tenían para aprender.
Marcos había aprendido que el barrio era un campo minado. Los muchachos mayores hacían “mandados” para hombres que no miraban a los ojos. Una camioneta blanca sin placas pasaba seguido; todos sabían lo que significaba. A veces se detenía frente a un grupo de niños y, al día siguiente, uno faltaba en la escuela. Una tarde, vio cómo un político bajaba cajas de “apoyos” en la cancha. Prometió becas y uniformes. Días después, esas mismas cajas se vendían en la bodega de un familiar suyo. Marcos lo anotó en su cuaderno, junto con matrículas, horas y nombres.
Una noche, la curiosidad le costó caro. Un policía conocido como Correa lo detuvo frente a la tienda. Le revisó el cuaderno y se burló: “¿Y este espía?”. Lo llevaron a una oficina con olor a cigarro. “Harás unos encargos para nosotros y te olvidarás de escribir. O tu mamá llora”, dijo Correa.
Marcos, lleno de temor, no contestó. Pensó en Don Ernesto, en su voz pausada: “El que piensa, sobrevive.” Cuando lo soltaron, le dieron un sobre que debía entregar “al otro lado del puente”. Le devolvieron su cuaderno, sin saber que ahí guardaba su fuerza.
Caminó sin mirar atrás. En la plaza central había una carpa blanca de un programa de lectura que salía al aire los miércoles. Una estación de radio estaba transmitiendo en vivo. Marcos sintió un impulso y se acercó. El locutor le ofreció el micrófono. “¿Tu nombre?”, preguntó. “Marcos”, respondió. Y sin pensarlo, abrió su cuaderno.
Su voz, temblorosa al principio, empezó a crecer. “A las 18:43, camioneta blanca sin placas, vidrios polarizados, baja cajas en la bodega de don T. Patrulla 12-14, conductor apodado Correa. Las cajas dicen ‘Apoyo Escolar’. Dos días después, aparecen a la venta.”
El silencio se volvió atención: un joven grabó, una madre empezó a llorar. “También hay niños que desaparecen —siguió Marcos—. A los once años no deberíamos aprender a recordar placas, pero yo las recuerdo. Roberto, Eustaquio y Manuel no han regresado.”
Cuando Correa llegó, ya era tarde: los teléfonos grababan, la gente miraba, y una mujer de chaleco con el logo de una organización de derechos humanos se interpuso. “Conmigo, hijo”, le dijo. La transmisión siguió abierta. Correa entendió que no podía llevárselo frente a una cámara.
Esa noche, en una casa prestada, Marcos escribió: “Hoy hablé. No vencí al miedo: dejé de obedecerle.” Don Ernesto llegó al amanecer. “Tu mamá y tu hermano se van contigo —dijo—. Ya hablé con tu tío. En la ciudad estarán a salvo. Los sueños necesitan un lugar donde crecer.”
Días después, un autobús partió al amanecer. Marcos, su madre y su hermano viajaban con su tío. El abuelo los despidió desde la terminal. Marcos lo miró por la ventana hasta perderlo entre el polvo del camino. Llevaba el cuaderno sobre las piernas y una certeza nueva: los sueños no son un escape, sino una forma de resistencia.
Miró el cielo que empezaba a encenderse y pensó en las noches del patio. “El que piensa, sobrevive,” recordó, y sonrió al añadir: “y el que sueña, vuela.”
Abrió el cuaderno y escribió: “El futuro no vino a buscarme; yo fui a encontrarlo con mis sueños.”
Años después, el tiempo haría su parte: Marcos estudió, trabajó y un día volvió al barrio. Ya no llevaba miedo, solo ganas de enseñar a otros a soñar.
Según datos de El Universal, la participación de adolescentes en el narcotráfico creció casi 200% en tres años.




