Es de madrugada. La cola del cigarro casi quema las uñas que protegen los dedos que escriben. El clima es fresco pues las horas viajan ya al invierno cercano. El día transcurre lento a esta hora. Un impulso muy fuerte descarga la energía suficiente para buscar y encontrar los objetos que me interesan como una taza de café, un buen libro, de preferencia un clásico, acaso Joyce. Comienza el aprendizaje y las ganas automáticas de escribir.
Para escribir hay que escribir. Escribir es la clave después de una buena lectura. Leer a los clásicos proporciona el impulso suficiente para tomar la pluma metafórica y escribir en digital, ese rayo de luz que ilumina la estructura cerebral. Tal como quien ve en la tele un partido de fútbol y luego le entran unas ganas inexplicables de patear un balón. Un bote aunque sea.
El impulso para pintar suele comenzar con un boceto callejero. Como una patada inicia un partido de fútbol, como un insulto comienza una reyerta no pactada en lo oscurito. Luego le voy al que gane. Después la pintura despierta de su letargo y se reinicia la existencia. El arte emula la vida, el movimiento de lo existente y el paso a la trascendencia.
En una familia es común que uno de ellos salga artista. Los vecinos darán cuenta de la música, si pinta no tardan en encontrar los cuadros que traen sus retratos hechos con lápiz Ticonderoga.
El arte deja vestigios cuando no puede ser. Encuentra usted pinturas, acuarelas, que son lo que somos. La familia es la primera audiencia a teatro lleno del berrinche de un niño. El abuelo es un feroz crítico de la literatura incipiente.
Tampoco sabía que para escribir se ocupa ver otras cosas que nada que ver con la literatura que se conoce ahora y abordarlas precisamente por eso. La literatura es todo menos literatura o explicación alguna. Exploración es la palabra que se acerca, mas no entra. La literatura viene de la sensibilidad y a ella vuelve. No hay más allá ni más acá.
El arte aparece en la explosión del drama; Esto dijo Enrique Vila- Mata :
«Yo en esos días no sabía que para ser escritor había que escribir, y además había que escribir como mínimo muy bien. Pero es que, por no saber, ni sabía que era preciso renunciar a una notable porción de vida si se quería realmente escribir Por no saber, ni sabía que escribir, en la mayoría de los casos, significa entrar a formar parte de una familia de topos que viven en unas galerías interiores trabajando día y noche. Por no saber, ni sabía que iba a acabar siendo escritor, pero un tipo de escritor alejado de la figura de Malraux, pues me esperaban aventuras, pero más del lado de la literatura que de la vida.
Pero escribir vale la pena, no conozco nada más atractivo que la actividad de escribir, aunque al mismo tiempo haya que pagar cierto tributo por ese placer. Porque es un placer y es -como decía Danilo Kis- elevación: «La literatura es elevación. No inspiración, les ruego. Elevación. Epifanía joyceana. Es el instante en que se tiene la impresión de que, en toda la nulidad del hombre y de la vida, hay de todos modos unos cuantos momentos privilegiados, que hay que aprovechar. Es un don de Dios o del diablo, poco importa, pero un don supremo».
El arte convoca y provoca. Es un sueño desde niño. No obstante parece en cualquier parte a cualquier hora con causa y sin ella. El arte provoca a la memoria, convoca emociones distintas en cada textura, en cada agudo, en cada final inesperado de novelista novato.
Tampoco sabía que habría que ir aprendiendo a ver. Que entre más ves más ves. Que también se pinta lo invisible y de eso también se escribe. Desconocía el sentido profético del artista que derrama lágrimas frente a su obra. Algo ocurre ahí mismo, algo ocurre en otra parte, la obra transpira, algo ocurre después de cien años.
HASTA PRONTO




