5 diciembre, 2025

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Recorrer el tiempo

CAFÉ EXPRESO/PEDRO ALFONSO GARCÍA

En estos días los recuerdos se agolpan, y la memoria revive momentos intensos que marcan buena parte de nuestra vida, desde la segunda mitad del siglo pasado hasta este siglo incierto que seguimos recorriendo con más preguntas que certeza.

Fuimos una generación que se asomó a la vida entre radios de bulbos y televisores en blanco y negro, que escuchó por primera vez a los Beatles y vio al hombre llegar a la Luna en una pantalla que parecía traer el futuro hasta la sala de la casa donde nos cobraban veinte centavos y nos acomodaban en el lustroso piso de cemento.

Crecimos en hogares donde la vida se medía por afectos y no por cosas, aquella casa de paredes de barro con techo de palma era un mundo completo, el café hervía burbujeante en la olla, el viento jugaba entre las ramas del zapote y un nogal enorme, y uno sentía que el paraíso podía oler a tierra mojada.

El tiempo se escurrió como el agua sobre las piedras de “Los Troncones”, las lluvias, los vientos y las tormentas eran parte del paisaje, afuera el mundo también se movía, caían muros, se encendían revoluciones y en plena pubertad nos emocionamos con los jóvenes que exigían libertad en las plazas.

Los setenta fueron años de rebeldía, de tardeadas en El Recreo, allá en La Loma, con la sinfonola sonando sin descanso, entre los acordes de Led Zeppelin, las guitarras psicodélicas de Jimi Hendrix, la voz rasposa de Janis Joplin y el ritmo de Chicago, mientras México bailaba entre baladas románticas y rock de protesta, buscando su propio sonido en medio del cambio.

Tuvimos la suerte de vivir entre montañas, bosques, ríos, desiertos, arenas, lagunas y playas, entre Ciudad Victoria y sus calores y Tampico con su arquitectura, el sabor del puerto y el bullicio combinado con un sol que mojaba el cuerpo con sudor.

Bajo la presión de los maestros de literatura aprendíamos de los autores del Siglo de Oro, como Calderón de la Barca y Quevedo; del universo poético de Dante Alighieri y de la imaginación desbordada de Cervantes.

En los cafés discutíamos los textos de Parménides García Saldaña y José Agustín, con su lenguaje callejero, mientras Cien años de soledad pasaba de mano en mano como un pasaporte a otros mundos, la poesía de Octavio Paz nos gustaba, pero él nos parecía insoportable.

Algunos pegábamos carteles en la madrugada, la izquierda soñaba con cambiar el mundo y la derecha se creía eterna, se hablaba de Lucio Cabañas y del sesenta y ocho, de una juventud que creía en la utopía y de un país que aún no despertaba del todo.

Los ochenta trajeron modernidad y contradicciones, las calles se llenaron de casetes, de rock nacional y de crisis económicas, el país se estremecía con terremotos y fraudes, pero sobrevivía con humor y ganas de volver a empezar cada lunes.

En los noventa llegó la globalización, el Tratado de Libre Comercio, los teléfonos portátiles, el Internet que parecía magia, creímos que la democracia llegaba cuando Fox subió al poder y por un momento pareció que todo sería distinto.

El siglo veintiuno nos alcanzó con pantallas y prisa, el periódico se volvió digital, las cartas se hicieron mensajes y la conversación se redujo a emojis, pero nosotros seguimos aferrados a la palabra, a la música y al recuerdo de lo que nos formó.

Nuestra generación no fue perfecta, pero tuvo algo que hoy escasea, pasión por vivir y la certeza de que todo era posible si uno se atrevía a imaginarlo.

Los últimos treinta años hemos vivido intentando dejar testimonio en las páginas de Expreso y en sus plataformas digitales, los avances de la vida y del oficio no nos intimidan, nos emocionan, solo duele saber que cada vez quedamos menos de aquella generación que aprendió a soñar sin miedo.

Tal vez no hicimos lo mejor, pero lo hicimos.

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