El mundo cambió, todo cambió, y no como en cada etapa de la humanidad, en fases, periodos o eras de la historia. La profecía de Francis Fukuyama o de los comunistas recalcitrantes se convirtió en una realidad, aunque no en el sentido que imaginaron.
La historia acabó porque todo pertenece al streaming. Al mundo real interconectado, a millones de personas que pueden manifestar sus pensamientos, expresarse, ganar adeptos, seguidores, que se unan a su causa o compren sus marcas. No existen ya las nociones del tiempo, salvo las que aún perduran entre los gobiernos y el sector financiero.
La vida del capitalismo, como sistema imperante, encuentra en el streaming la manifestación real de su omnipotencia global y de su presencia en cada individuo. Cualquier ser humano, salvo grupos que conservan sus tradiciones primitivas, y no sin esfuerzo, puede acceder a la red y contactar a cualquier habitante del planeta.
La interconectividad llevó a la humanidad a una era del conocimiento que evolucionó hacia el streaming o conexión perpetua, facilitada en su mayoría por las redes sociales. Esa acumulación de conocimiento, de procesos y dinámicas sociales, de expresiones individuales y de siglos de ciencia, condujo al planeta a la era de la Inteligencia Artificial: el esfuerzo humano por generar un cerebro y una conciencia colectiva, en la ambición máxima de emular a Dios, una idea aceptada tanto por creyentes como por ateos.
Mientras las sociedades asimilan con escepticismo la llegada de una nueva era, el mundo del streaming ha transformado rutinas, hábitos y puntos de encuentro que impactarán para siempre a los individuos, la comunicación remota, potenciada por audio y video, ofrece experiencias casi presenciales. Las transacciones monetarias y una lista casi infinita de tareas presenciales desaparecieron en su concepción original, las oficinas quedaron reducidas a puntos de reunión; los centros comerciales agonizan ante las transacciones digitales cotidianas.
Y es ese sector financiero alterno, cada vez más independiente de los mercados nacionales, el que redefine la economía mundial, las rutas comerciales, los sistemas financieros y la relación entre gobiernos y gobernados.
La concepción del individualismo llegó a su máxima expresión, y es esa pérdida de identidad la que ha detonado gran parte de los conflictos globales actuales, en un mundo interconectado e influido más por corporaciones que por gobiernos.
La estrategia que derrumbó al bloque socialista terminó alcanzando también a los países que desarrollaron el capitalismo como modelo a seguir, y a sus engendros más voraces, como el neoliberalismo. El tiempo perdió su continuidad lineal: ya no hay etapas definidas, sino múltiples fragmentos de sucesos que conviven sin un orden general.
Esa es, quizá, la mayor disyuntiva de la política global contemporánea: las realidades son infinitas y ya no existen principios que definan la identidad de los individuos ni las raíces auténticas de una sociedad.
En Estados Unidos, punta de lanza del mercado global y del orden mundial, el debate se centra entre recuperar la razón de su origen y mirar al futuro, incluso más allá del planeta. En ese afán por ir siempre más lejos y dominar todo lo que pueda controlar mediante su capacidad de obtener y gestionar recursos, ha perdido su propio equilibrio.
La llegada de Donald Trump al poder fue una consecuencia tardía de la crisis financiera de 2008, iniciada durante la administración de Barack Obama. Aquella crisis desmoronó el sistema financiero que había sostenido durante décadas el alcance estadounidense de introducir su modelo de prosperidad en cada rincón del planeta.
Ese 2008 marcó el quiebre del modelo de prosperidad basado en la segmentación del trabajo global: la producción periférica y los acabados finales en territorio estadounidense.
En Asia, el control de las rutas de hidrocarburos impulsó una industria antes rudimentaria y hoy la más eficiente del mundo, en África, la explotación de recursos naturales y en Latinoamérica, movimientos estratégicos motivados por intereses económicos que explotaron la fragilidad institucional de los gobiernos y abrieron rutas de ilegalidad que luego se combatieron desde los mismos centros que las originaron.
El orden establecido desde la posguerra hasta la crisis de 2008 hizo de Estados Unidos la tierra prometida del “sueño americano”.
Pero entre tanta prosperidad surgió la cultura del exceso y el despilfarro, que no solo destruyó su tejido social, sino que llevó al planeta a un punto de no retorno por los daños ecológicos acumulados.
El modelo neoliberal se impuso prácticamente por la fuerza, sin prever que la realidad superaría cualquier expectativa. El imperialismo estadounidense, inspirado en la Gran Bretaña victoriana, buscó exportar su concepción de civilización a todos los rincones del planeta.
En México, las ciudades de mayor crecimiento durante el siglo XX -y en las primeras décadas del actual- fueron aquellas útiles para la maquinaria capitalista estadounidense, sobreexplotadas hasta el límite de lo admisible.
Todas las urbes fronterizas, sin excepción, crecieron a una velocidad que ni los propios gobiernos locales pudieron comprender.
Ese desarrollo fugaz, sin regulación estatal, derivó en una catástrofe social que detonó un fenómeno de inseguridad semejante al colombiano, más regido por las leyes del mercado que por las del poder político.
Las rutas del contrabando adquirieron más valor por el tráfico en sí que por el valor de las mercancías. El modelo estadounidense se adaptó bien: todas las necesidades, legales o no, terminaron por alimentar a las urbes del norte, sostenidas por redes de intereses extendidas a todo el mundo.
Empresas como McDonald’s o Walmart son ejemplos del capitalismo imperialista por su presencia omnipresente y su acumulación de capital. La cadena de comida rápida, por ejemplo, llegó a presumir activos equivalentes al PIB de países como Ecuador.
El gran logro del modelo fue su diferencia con el colonialismo europeo: el mercado permitió a los locales vivir bajo su yugo, pero con oportunidad de generar riqueza dentro del mismo sistema. En Asia incluso se produjo conocimiento propio y se tradujo en innovación tecnológica, la máxima expresión de poder y autosuficiencia.
Y quizá ahí radica la desgracia actual de Estados Unidos: la renuncia a su industria nacional en busca de menores costos lo dejó a merced de sus “colonizados”. Zonas antes ricas, como la región de los Grandes Lagos, se convirtieron en focos de pobreza y populismo. Esa fue la verdadera condena del “sueño americano”.
Aun así, Estados Unidos no cayó en crisis total, pero los contrastes entre áreas de prosperidad y regiones abandonadas abrieron nuevas brechas.
La innovación tecnológica, desde la segunda Revolución Industrial hasta la digital, la espacial y la de la inteligencia artificial, ha impulsado transformaciones continuas, pero también ha profundizado las problemáticas sociales.
Hoy, el planeta se encuentra entre dos caminos:
por un lado, la revolución energética, las energías renovables, el cuidado ambiental y la defensa de los derechos humanos;
por otro, la persistencia del imperialismo de marca —branding— que mantiene al mundo enfermo y al borde del colapso climático.
Entre ambas visiones convergen intereses, y en ellas encaja la premisa marxista: “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Este espacio de reflexión girará en torno a lo que nos condujo a la era de la posverdad y la incertidumbre, a las áreas de oportunidad y ventajas del presente, y a un futuro tan incierto como en los tiempos más tensos de la Guerra Fría.
La humanidad podría encaminarse a una nueva era de prosperidad… o a una catástrofe sin precedentes.
Y es justamente esa incertidumbre la única certeza de nuestro tiempo: vivimos en el mundo de nunca jamás.
Todo puede ser y todo puede pasar, porque cuando todo lo sólido se desvanece en el aire, lo que queda es la eterna transformación del espíritu moderno, aunque parezca que la posmodernidad —cansada y saturada— pueda destruirlo todo, lo bueno y lo malo por igual.
Lo que debe quedar claro es que nada será igual, el streaming no destruyó el viejo modelo: lo absorbió, lo adaptó y lo transformó en una mínima parte de un todo que ni las mentes más brillantes han logrado comprender.
@pedroalfonso88




