Tal vez Ramón López Velarde tenía una bola de cristal cuando en su Suave Patria habló de los veneros de petróleo escriturados por el diablo, porque la historia de esta industria ha estado siempre ligada a la corrupción, la explotación y la violencia, soporte de proyectos políticos y semillero de fortunas que se resisten a perder sus espacios de poder y privilegio.
Hoy el tema vuelve bajo otro nombre, el huachicol fiscal, que ha marcado la agenda pública por la magnitud del saqueo. De acuerdo con la consultora Petro Intelligence, el boquete por la importación ilegal de gasolinas y diésel alcanzó noventa y tres mil millones de pesos en 2018, y en seis años se duplicó a ciento setenta y siete mil millones, una cifra que mide la eficiencia de la impunidad (Periodico El País).
Pero este robo desbocado tiene un origen viejo y lejano, no nació en los ranchos ni en las carreteras, nació dentro de Pemex, cuando los líderes sindicales se colocaron por encima del Estado con su aval absoluto, y dentro de las secciones el control del empleo se volvió también pago de lealtades, el poder se medía en gasolineras, ranchos, joyas excéntricas y fajos de billetes apilados.
En Reynosa, el nombre de Antonio García Rojas marcó el inicio de una época, pionero del poder sindical en el norte de Tamaulipas, entendió que la gasolina podía mover algo más que motores, su estilo combinó autoridad y habilidad política, y su estructura dio origen a un modelo que controlaba desde las contrataciones hasta las campañas locales.
A su alrededor surgieron familias y grupos que después serían parte del paisaje político y económico del estado, empresarios del transporte, contratistas y proveedores que se enriquecieron bajo su manto, los mismos apellidos que seguirían presentes décadas después en los contratos de Pemex y en las nóminas de sus subsidiarias. Bajo ese estilo se formó una red que combinó política, lealtad obrera y dinero público, modelo que perfeccionó Joaquín Hernández Galicia, La Quina, quien convirtió al sindicato petrolero en un reino dentro del Estado, con sus propias leyes, nóminas y silencios, donde el poder se heredaba y el saqueo se institucionalizaba.
Durante los setenta y ochenta La Quina levantó un imperio que extendió sus raíces por Veracruz, Campeche y Tamaulipas, su estructura se sostuvo en alianzas de familias empresariales y políticas que aún perviven, nombres como Garza Cantú, Leal Puente, Oseguera y Yáñez Osuna marcaron la línea de continuidad entre el sindicato y el negocio privado del petróleo. Desde Madero, el líder sindical solía repetir que “los presidentes cambian, pero Pemex es eterno”, y durante años lo fue, porque su poder trascendía sexenios y administraciones, su control del sindicato le daba acceso a presupuestos, contratos y a la fidelidad de miles de obreros que se sabían parte de un sistema sin salida.
Su caída en 1989 no disolvió las redes, solo las dispersó, los viejos operadores se transformaron en contratistas, las cooperativas en empresas de servicios, el huachicol pasó de los ductos a las oficinas y a los parques de pipas, los beneficiarios se multiplicaron en la sombra, aliados con las bandas dedicadas al trasiego de mercancías lícitas e ilícitas a lo largo del Río Bravo.
La Cuenca de Burgos, entre Reynosa, San Fernando y Río Bravo, fue el escenario de ese negocio sin fronteras, ahi se mezclaron ingenieros, políticos y empresarios, las cifras nunca cuadraban y las pérdidas se disfrazaban de ajustes técnicos, mientras los beneficios se repartían entre contratistas del Golfo y grupos que, como Grupo R u Oceanografía, heredaron la lógica del viejo sindicalismo. En los años recientes el huachicol cambió de nombre y método, pero siguió siendo insaciable, ya no se roba con mangueras, ahora se factura, se siguen perforando ductos, pero se saquean los presupuestos; huachicol fiscal nació de las mismas estructuras sindicales y se expandió con el aval de funcionarios, intermediarios y empresarios del transporte energético y aduanal.
En las aduanas de Reynosa y Matamoros se simulan importaciones y exportaciones, los documentos viajan más rápido que el combustible y en los puertos de Altamira, Dos Bocas y Coatzacoalcos operan empresas fachada que repiten el guion: ganancias privadas, pérdidas públicas y discursos de soberanía energética. Las redes actuales conservan la misma lógica que aquellas creadas por García Rojas y La Quina, cambian nombres, gobiernos y estrategias, pero los actores se reconocen, los clanes petroleros -herederos de viejos cacicazgos y nuevos contratistas-, siguen intactos, y el poder se recicla con la misma naturalidad con que el crudo vuelve al subsuelo.
Tal vez Lázaro Cárdenas se estremezca en su tumba si vislumbra que Pemex ha terminado en manos de redes político-empresariales y grupos delincuenciales que trafican con el “oro negro”, y que desde 2014 se han apoderado de territorios, aduanas e instituciones que suponen les han sido escrituradas, aunque ahora enfrentan embestidas del aparato de seguridad que los tiene en jaque. Pemex sobrevive atrapado en su historia, usado como botín por los mismos grupos que aprendieron a saquearlo desde sus entrañas, con una deuda incontrolable, y en cada intento de reforma solo redistribuyen el control, nunca lo rompen, porque el petróleo sigue siendo el idioma del poder y la moneda del silencio en México.
El país no agotó su petróleo pero el saqueo dejó de ser crimen para convertirse en procedimiento, y lo que empezó con líderes como Antonio García Rojas hoy persiste en oficinas climatizadas, donde el huachicol se llama “ajuste administrativo”, pero huele igual que siempre.
En la nueva historia, con excesos peores que los cometidos por García Rojas, La Quina y asociados, aparecen Adán Augusto López y una red integrada por personajes políticos de la peor calaña, engendros del lopezobradorismo, que han tenido que moderar su ambición y su soberbia ante la embestida del nuevo régimen. Habrá que ver si el trabajo de limpieza se extiende a Tamaulipas, donde los socios de Adán Augusto, el grupo Reynosa-Matamoros, han incurrido en excesos graves y planean el asalto del poder para 2028.
Por lo demás, Tamaulipas, que durante décadas ha cargado con etiquetas que pretenden descalificarlo como sociedad, ahora aparece como centro neuralgico de este negocio criminal acorralado ahora por los gobiernos mexicano y estadounidense.




