4 diciembre, 2025

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Verdades a la medida

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

Michel de Montaigne escribió que el peor enemigo de la verdad no es la mentira, sino la ilusión de la verdad. Lo más peligroso no engañar, sino creer que no estamos siendo engañados. Creer que poseemos la verdad nos libra de pensar y nos condena a repetir los errores.

Cinco siglos después, Zygmunt Bauman describió una sociedad distinta, la actual con una modernidad líquida, donde todo cambia, se disuelve y pierde forma. En ella, las certezas duran lo que un titular en redes. Las ideologías, los compromisos, incluso los valores, se vuelven desechables. Vivimos rodeados de información, pero hambrientos de sentido.

En ese escenario, la verdad ya no se busca: se fabrica. El ser humano necesita sostener su equilibrio interior, aunque sea sobre arenas movedizas. Así aparece la racionalización, ese mecanismo sutil que acomoda los hechos para que encajen con nuestras creencias. No importa si la evidencia se contradice; siempre encontraremos una forma de explicarla. No queremos conocer la verdad, sino sentirnos cómodos con la versión que más se le parece. Montaigne habría reconocido este fenómeno en los fanáticos religiosos y los dogmáticos de su tiempo; Bauman lo identificaría hoy en la multitud que defiende su “propia verdad” en las redes, en los algoritmos que confirman nuestras creencias, en los discursos políticos que convencen más por emoción que por razón. Montaigne y Bauman convergen en un punto crucial: la verdad se vuelve una construcción vulnerable ante el miedo, la prisa y la necesidad de certidumbre.

En México —como en tantas democracias fatigadas— la racionalización se ha convertido en arte de gobierno. Los datos se reinterpretan, los fracasos se narran como victorias y los culpables se transforman en víctimas. Cuando las cifras de violencia, pobreza o corrupción se vuelven incómodas, se recurre a un nuevo relato: “son otros los responsables”, “los medios exageran”, “el pueblo tiene otros datos”. La verdad ya no depende de los hechos, sino de quién la pronuncie.

Y el ciudadano, saturado de versiones, elige la que más se ajusta a su deseo de creer. Esa misma lógica domina también el discurso económico. Se presume fortaleza mientras el consumo se estanca, el empleo se debilita y los salarios pierden poder de compra. En 2025, las cifras muestran menos ingreso, menor inversión y un bienestar erosionado, aunque los informes digan lo contrario. El gobierno celebra la incorporación de trabajadores de plataformas al IMSS como un logro, pero fueron solo empleos ya existentes que maquillaron la estadística.

La economía real —la de los bolsillos vacíos— desmiente cada día el relato de prosperidad que se quiere imponer. A ello se suma una nueva fuente de ilusión: las encuestas. En el siglo XV, si se hubiera hecho una encuesta sobre quién creía que la Tierra era redonda, Colón jamás habría zarpado. Las mayorías no definen la verdad; solo expresan el consenso momentáneo de una época. Sin embargo, hoy las encuestas se presentan como oráculos infalibles: miden percepciones y las convierten en realidades políticas. Así, lo popular sustituye a lo verdadero, y el respaldo numérico se confunde con la razón moral. Bauman lo anticipó: en la modernidad líquida, la información fluye más rápido que la reflexión, y lo que se impone no es la verdad sino la verosimilitud emocional. Montaigne, con su humildad escéptica, lo habría dicho de otro modo: “La razón se disfraza de sabiduría para justificar nuestras pasiones.”

La racionalización política es solo un reflejo de la racionalización individual. Todos lo hacemos: ajustamos los hechos para proteger nuestra identidad. Pero cuando lo hace el poder, las consecuencias son graves. El discurso público se vuelve un espejo deformado donde todo puede ser cierto y falso a la vez.

El ciudadano deja de buscar la verdad y se conforma con la narrativa que le ofrece consuelo. Vivimos así en una época donde la ilusión de verdad se confunde con la verdad misma, y la racionalización se convierte en un escudo contra la duda. Pero, como advertía Montaigne, dudar no es debilidad: es el principio de la sabiduría. Y como recordaba Bauman, en un mundo líquido solo quien aprende a pensar en movimiento puede mantenerse de pie.

Quizá la única forma de recuperar la verdad sea volver a mirarla con la humildad del que no la posee, con la serenidad de quien sabe que la certeza absoluta es una forma de ceguera. La verdad —esa palabra tan gastada— no se impone, se construye: en la reflexión, en el diálogo y en el coraje de revisar nuestras propias creencias. La mentira puede corregirse, pero la ilusión de verdad nos encadena dulcemente. Y cuando una sociedad elige creer lo que le conviene, deja de ser libre, aunque grite lo contrario.

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