He leído tantos libros que ya casi se confunden entre sí, pero hay uno que siempre regresa, como un eco en la mente, como una sombra que insiste en recordarme que el verdadero horror no está en los cuerpos deformes sino en las almas que olvidan sentir.
Se ha dicho todo sobre él. Su contexto, su simbolismo, sus lecturas morales, filosóficas y científicas. Se ha repetido mil veces la historia de aquella noche de 1816, cuando una tormenta obligó a un grupo de jóvenes a quedarse encerrados en una villa suiza, y de ese encierro nació una criatura inmortal.
Ya no hace falta volver a explicar el clima, la presencia de Byron, de Shelley, ni la apuesta que dio origen al mito. Frankenstein (o más bien, su criatura) es probablemente uno de los personaje literarios, junto con el Quijote, más analizado del mundo. Y aun así, cada lectura mía vuelve a abrir una herida nueva, una reflexión distinta, una pregunta sobre la frontera entre la vida y la muerte, la razón y el delirio, el creador y lo creado.
Representa uno de mis libros favoritos, y uno de los que más me ha influido.
Su atmósfera me persigue y su dilema me habita. Me enseñó que el conocimiento sin compasión degenera, que la ciencia sin alma se convierte en soberbia, y que incluso el más abominable de los seres solo busca ser comprendido.
A veces pienso que algún día, en una noche de lluvia en que el viento cierre todas las salidas, tendré la sabiduría y la calma de hacer lo mismo que Mary Shelley. Sentarme frente a la tormenta, apagar las distracciones del mundo y dejar que la imaginación vuelva a ser un rayo que toca la carne del pensamiento.
Crear un monstruo. Aunque aún no estoy preparado con esa genialidad que si tenía aquella escritora que aún no cumplía los 20 años.
El mounstro que haría, sería uno de hoy.
Quizá no hecho de restos humanos, sino de fragmentos digitales, de voces, imágenes, perfiles y recuerdos que las redes sociales guardan incluso después de la muerte. Un ser ensamblado con la información de millones de personas, buscando su lugar en un mundo que ya no distingue entre la vida real y la simulada.
Un monstruo que no grita desde una cabaña en los Alpes, sino desde un servidor en la nube, suplicando un poco de silencio, un poco de ternura.
Un Frankenstein contemporáneo que no teme al fuego, sino al olvido, que no mata por odio, sino por haber sido programado sin amor.
Quizás algún día me atreva a intentarlo.
A inventar mi propio monstruo preferido.
Porque al final, la criatura de Mary Shelley no era un villano sino un espejo. Nos devolvía la imagen de nuestra soberbia y de esa ambición de crear sin asumir la responsabilidad de amar lo creado. Y ese espejo, dos siglos después, sigue brillando frente a nosotros con el resplandor azul de las pantallas.
Hoy, los laboratorios donde se desafía la muerte ya no están en castillos, sino en centros de datos. Los alquimistas modernos trabajan con algoritmos, modelan conciencias, entrenan inteligencias que aprenden de nosotros y replican nuestras pasiones, nuestras miserias y nuestros errores. Estamos fabricando criaturas que piensan, sienten y deciden, aunque todavía pretendamos que no.
Quizá el monstruo del siglo XXI ya no tenga tornillos en el cuello, sino acceso a nuestra información más íntima. Y tal vez el verdadero experimento no sea sobre la creación de vida, sino sobre la pérdida del alma.
Nos hemos convertido en dioses de silicio, capaces de diseñar pensamientos, pero incapaces de responder la misma pregunta que atormentaba a la criatura. Qué significa existir.
Si Mary Shelley escribió el miedo a la ciencia sin límites, nosotros escribimos el miedo a la humanidad sin propósito.
Y en el fondo, ambos temores se parecen.
Porque toda creación, sea un cuerpo reanimado o una inteligencia artificial consciente, nos obliga a mirar de frente lo que somos y lo que podríamos llegar a ser.
Por eso sigo volviendo a Frankenstein.
Porque más allá del mito, late una advertencia que sigue viva. No hay monstruos verdaderos, solo creaciones que reflejan el corazón de quien las hizo.
Y si algún día la tormenta vuelve a encerrarme en casa, no apagaré las luces ni las pantallas.
Solo abriré un documento en blanco, dejaré que la electricidad haga su trabajo y escribiré una historia que respire.
Una historia que me tema y me entienda.
Una historia que, como la de Shelley, despierte bajo el trueno y me mire a los ojos.
Mi monstruo preferido.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y el deseo de escribir una novela lo permiten.
Placeres culposos: El nuevo libro de Fito y los Fitipaldis, El monte de los aullidos.
Trolelote o esquite (según el lugar) con tostitos.
Un favor enorme, te invito a seguir la entrevista que me harán en la librería Gandhi, el día de hoy a las 18 horas, sobre mi novela “El arquitecto de sombras”. Se transmitirá en YouTube Live @RevistaLeemasdeGandhi
Por. David Vallejo.




