Previo al estallido de inseguridad que afectó a Tamaulipas durante la década de 2010, en gran parte de las instituciones educativas y de gobierno la palabra porro era sinónimo de terror y de un Estado fallido en constante degradación.
Uno de los mejores retratos de aquella problemática —surgida en plena crisis del priismo posdesarrollo estabilizador— lo muestra la película Roma de Alfonso Cuarón, con el grupo de choque que sirvió al gobierno de Luis Echeverría durante el Halconazo.
Una manifestación estudiantil que terminó en masacre, como muchas otras omitidas por el registro histórico, en una etapa oscura que llevó al país a un hoyo sin fondo, acentuado nuevamente a partir de 2010.
La figura del porro no se limita al choque físico o la represión: su principal función es el desprestigio, la represión y la desinformación.
De calle en calle y casa por casa, el control de la población servía para mantener la legitimidad de grupos políticos en desgracia, más por carencia de intelecto que por afrentas externas. Es una de las caras más brutales del sistema político mexicano —y tamaulipeco—: el uso de la fuerza paralela al poder, pero al final a su servicio.
La figura del porro tuvo su apogeo —o al menos su exposición pública— en las masacres estudiantiles, aunque es una práctica gremial que data de los albores del Estado mexicano.
Tras la consolidación de la Revolución Mexicana con un régimen de partido, los enfrentamientos entre grupos políticos sirvieron para delimitar el control territorial. La desmilitarización del país alejó al Ejército de la vida civil, pero dio paso a grupos de choque, algunos adiestrados por las mismas fuerzas de seguridad. Eran útiles también en la operación electoral.
Tras la represión estudiantil y el fin del modelo estabilizador, esos grupos perdieron financiamiento público, pero no desaparecieron: se adaptaron a nuevos nichos de ilegalidad que mantenían aceitada la maquinaria política.
Actitudes gremiales excesivas, contrabando, control de puntos rojos, tráfico de armas y narcotráfico se convirtieron en sus nuevos rubros. Bajo un Estado en crisis, esas estructuras evolucionaron poco a poco a modelos corporativos: del corporativismo político al corporativo económico, influido directamente por el neoliberalismo.
Fue la etapa más violenta de un priismo en declive y, al mismo tiempo, el surgimiento de una sociedad civil menos romántica que la del 68, pero más activa y organizada.
Tres crisis económicas y una transición política la dejaron a la deriva, aunque aún encontró refugio en resquicios del viejo sistema, como en Tamaulipas.
En ese contexto, Felipe Calderón, cooptado por una izquierda en ascenso y un priismo que reacomodaba cuadros, decidió darles un fin —o controlarlos desde su origen— e inició un conflicto civil de la mano del Ejército, con las consecuencias catastróficas conocidas.
Las actividades ilícitas adoptaron una estructura paraestatal. Los gremios —incluidos los estudiantiles— desaparecieron. Durante la década de 1990 y principios de los 2000, la consolidación de la delincuencia organizada trajo una depuración violenta de esos cuadros: muchos fueron asesinados, desaparecidos o absorbidos en redes delictivas centradas en el secuestro y la extorsión como negocio lucrativo.
Esa evolución derivó en otras formas de ilegalidad, como el huachicol, extendido en la periferia del Estado mexicano.
Y también mutó de los golpes y las balas al terror cibernético: primero, con la exposición en redes sociales del horror generado por grupos delictivos; después, como herramienta de desprestigio contra figuras políticas de todo tipo, en una guerra de lodo digital al margen de la ley y sin autoridad que la contenga.
Esa transformación amenaza directamente a la democracia en cualquier rincón del país.
Los antiguos grupos de choque —convertidos en empresarios, políticos o comunicadores informales— utilizan hoy las plataformas digitales para fomentar el desprestigio y lanzar amenazas que, por su naturaleza delictiva, muchas veces se cumplen.
Un modelo rentable para grupos de poder diezmados o en ascenso que recurren a la extorsión y a la intimidación como medio de control.
Así se legitiman dominios locales, regionales y nacionales, amparados por la delincuencia organizada, vulnerados del Estado y al servicio de un establishment efervescente.
Esa es, quizá, la principal tarea del Estado en cualquiera de sus niveles: atajarlos, diezmarlos, procesarlos y aplicar todo el rigor de la ley para detener el deterioro democrático que, en nuestros tiempos, parece ser la única constante.
@pedroalfonso88




