El agua se volvió el nuevo termómetro social, donde falta todo se descompone y donde sobra se convierte en negocio, no es solo una crisis ambiental sino una crisis política y económica que desnuda la desigualdad con la que se administra lo común. Mientras unas colonias pasan días sin una gota, otras presumen jardines verdes y albercas llenas, la escasez no es natural, es administrada, y el abasto se mide por la influencia o el código postal de quien la recibe.
En Ciudad Victoria el desabasto ya forma parte del paisaje, los tinacos son mobiliario urbano y las pipas una economía paralela, la CEAT reconoce que el 43 por ciento del agua se pierde por fugas y más de 60 colonias padecen cortes constantes.
En sectores como Vamos Tamaulipas, Horacio Terán o Estudiantil el suministro llega tres veces por semana, mientras fraccionamientos nuevos gozan de servicio continuo, la desigualdad hídrica tiene rostro, dirección y tarifa. En Reynosa el déficit rebasa los 800 litros por segundo, las plantas tratadoras operan al sesenta por ciento y las fugas superan los doscientos puntos críticos, en Matamoros la red de drenaje lleva más de treinta años sin renovarse y en Nuevo Laredo el gasto en mantenimiento cayó una cuarta parte en una década.
Las ciudades fronterizas concentran el sesenta y cinco por ciento del consumo estatal, pero también los mayores niveles de desperdicio, fugas y opacidad en la gestión pública. En el sur, Tampico y Madero pierden trescientos litros diarios por habitante en fugas, Altamira depende de una red vieja que no se amplía desde 2015 y el INEGI calcula que más de cuarenta mil personas en la zona conurbada no tienen acceso regular a agua entubada.
El agua tiene un costo oculto, una familia en Victoria gasta en promedio seiscientos pesos al mes entre recibos, garrafones y pipas, en Reynosa el doble, y en zonas rurales el acceso depende de pozos o acarreo manual, lo que debería ser un derecho se volvió un lujo. El tiempo invertido en conseguir agua equivale a horas laborales perdidas, sobre todo para mujeres y adultos mayores, la desigualdad hídrica también es desigualdad de género.
El gobierno estatal anunció en 2024 una inversión superior a setecientos millones de pesos para rehabilitar redes y reforzar el acueducto Guadalupe Victoria, pero los resultados son marginales, la mitad de los proyectos carece de estudios técnicos o reportes actualizados.
El problema no es la falta de dinero sino la falta de planeación, cada administración promete el acueducto definitivo y cada sexenio termina dejando las mismas fugas y las mismas excusas. A eso se suma el negocio de las pipas, muchas operadas por ex empleados de Comapa o allegados a funcionarios, venden agua al doble del costo público y operan con permisos ambiguos, en Victoria el metro cúbico supera los cien pesos en temporada seca. Una familia promedio termina pagando hasta cinco veces más que la tarifa oficial, lo que debió ser apoyo emergente se convirtió en mina de oro permanente.
El impacto es estructural, una ciudad sin agua pierde competitividad, desalienta la inversión y encarece la vida, el IMCO estima que los déficits hídricos elevan veinte por ciento los costos de operación y en municipios rezagados como Tula o San Fernando impulsan la migración interna. No vivimos una sequía natural, se vive una sequía política, las tuberías gotean corrupción y los pozos se secan dentro de las instituciones.
El agua revela cuánto vale la palabra de un gobierno y qué tan visibles son sus ciudadanos, hasta que el abasto deje de ser privilegio y vuelva a ser derecho, seguiremos midiendo la desigualdad cada vez que abrimos la llave y no sale nada.




