5 diciembre, 2025

5 diciembre, 2025

Ineptos y cómplices

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

En México, la línea entre la ineptitud y la complicidad es cada vez más difícil de distinguir. Dos hechos recientes lo exhibieron con crudeza: el asesinato del exalcalde de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, y el acoso sufrido por la presidenta en pleno Centro Histórico.

Ambos episodios revelaron algo que el poder intenta ocultar: la seguridad del Estado está fracturada, y cuando se fractura, no es por accidente ni por descuido, sino por una estructura que permite la vulnerabilidad.

Uruapan no se convirtió en zona de riesgo de un día para otro. Desde el gobierno de Lázaro Cárdenas Batel, la delincuencia organizada fue ocupando espacios dentro de la administración pública local, infiltrando contratos, seguridad y operaciones municipales.

El gobierno federal conocía ese proceso. Durante la administración de Felipe Calderón se enviaron mandos como Omar García Harfuch y el general Trevilla para intentar recuperar el control. Sin embargo, con la llegada de Leonel Godoy, la estrategia se debilitó, las instituciones se replegaron y Uruapan quedó nuevamente expuesto.

Carlos Manzo denunció presiones directas para entregar áreas estratégicas del gobierno municipal: obra pública, seguridad y manejo de presupuesto. Lo dijo, lo advirtió y lo reiteró. Pidió apoyo. Fue ignorado. El día de su asesinato no contaba con escoltas cercanos entrenados, ni con perímetro de protección ni ruta de evacuación. La Guardia Nacional estaba “en la zona”, pero estar en la zona no es proteger. La protección cercana implica anticipación, control de accesos y reacción inmediata; nada de eso estuvo presente.

El crimen no fue improvisado. El asesino era un joven de 17 años, sin antecedentes penales. La prueba balística confirmó que el arma ya había sido utilizada en otros homicidios en Uruapan semanas antes. Eso revela estructura, selección de objetivos y operación criminal en curso. Y lo más revelador: el joven fue asesinado inmediatamente después de cometer el crimen. Se eliminó al testigo más importante. Se cortó la cadena de mando. Eso no lo hace un improvisado. Eso lo hace alguien que sabe que el Estado no intervendrá.

Además, para que un funcionario amenazado quede expuesto a medio metro de su asesino, alguien tuvo que desactivar la protección desde dentro. No necesariamente participando en el disparo, sino en la omisión sistemática: no asignar escoltas, no restringir accesos, no anticipar riesgos. La pregunta ya no es ingenua: ¿no pudieron protegerlo o decidieron no hacerlo?

La reacción oficial tampoco ayudó. En lugar de abrir espacio para la investigación y el esclarecimiento, la presidenta descalificó a los medios que reportaron el crimen, llamándolos “carroñeros”. Ese gesto buscó cerrar el análisis antes de que comenzara.

Cuando el poder responde atacando al mensajero, lo que evita es mirar el mensaje. Y poco después, la presidenta fue vulnerada. En el Centro Histórico, un hombre se acercó y la tocó de forma indebida, rompiendo la distancia crítica que jamás debió perderse. Había seguridad alrededor, sí, pero no donde importa: junto a ella. La falla fue la misma: ausencia de protección cercana y pérdida de anticipación.

Algunos quisieron reducir el hecho a “machismo”. Otros hablaron de montaje. Pero existe una interpretación que no debe ignorarse: cuando alguien vulnera físicamente al jefe del Estado en público, puede estar enviando un mensaje: te podemos tocar, te podemos alcanzar, te podemos borrar.

Podemos discrepar con la política de Claudia Sheinbaum. Eso es democracia. Pero no podemos permitir que México cruce la línea del magnicidio. Los países que la cruzan no regresan indemnes.

Si el Estado no puede proteger a quienes gobiernan, no puede proteger a nadie. Por eso la pregunta permanece, incómoda, urgente, ineludible: ¿Estamos gobernados por ineptos… o por cómplices?

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