Antes, la política era una plaza: un lugar para deliberar, disentir, escuchar y construir acuerdos, aunque fueran incómodos. Hoy, esa plaza se parece más a un ring de lucha libre.
Hay público, hay bandos, hay ruido, hay máscaras. Pero casi nada es real.
El político no argumenta: actúa. El ciudadano no escucha: grita. Y las redes sociales, que prometían democratizar la conversación, hoy venden boletos para espectáculos de polarización donde lo importante no es la verdad, sino a quién odias más.
Si dices que el conflicto Israel-Palestina es complejo, te abuchean desde las gradas: unos te gritan genocida, otros terrorista. Si criticas al gobierno en México, eres traidor. Si lo defiendes, eres un ciego fanático. Nadie se pregunta por los hechos. Solo importa de qué lado estás.
Y como en la lucha libre, el show necesita villanos. Si no los hay, se inventan. Las cámaras apuntan al “traidor”, al “fifí”, al “comunista”, al “facho”, al “vendepatria”. Cada quien tiene su Santo y su Blue Demon, y se aferra a ellos aunque estén más interesados en vender camisetas que en gobernar.
Pero lo más absurdo es que muchos ya saben que todo es show… y aún así participan. Como si la política ya no fuera el arte de lo común, sino una franquicia emocional donde cada quien alquila su indignación al mejor postor.
Habermas soñaba con un espacio público donde los argumentos valieran más que los gritos. Pero hoy, el algoritmo nos ha entrenado para reaccionar, no para pensar. Y en ese ring digital, el que duda pierde. El que matiza, aburre. El que dialoga, desaparece.
¿Y el resultado? Un país a punto de fractura. Porque mientras los ciudadanos se golpean en el ring, los verdaderos poderes —los que no se postulan ni se exponen— siguen operando desde el palco VIP, aplaudiendo el caos.
Y aquí viene la pregunta que arde:
¿Vamos a seguir aplaudiendo la función, o vamos a desmontar el circo antes de que nos sepulten los escombros del teatro?
POR MARIO FLORES PEDRAZA




