4 diciembre, 2025

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El Plan Michoacán y la verdad que nadie quiere tocar

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

Aristóteles advirtió que cuando un país depende de la voluntad de un líder y no de instituciones sólidas, abre la puerta a la arbitrariedad. El mesianismo —la idea de que un gobernante basta para salvar a la nación— termina derivando en una forma de tiranía porque libera al poder de la ley y deja al ciudadano sin protección. México vive hoy esa consecuencia: un territorio donde el crimen organizado marca ritmos, una clase política cómplice y protectora y una justicia selectiva.

El asesinato del alcalde Carlos Manzo fue más que un crimen político: expuso un Estado que ya no controla su territorio ni a sus propias fuerzas. Un sicario de 17 años llegó hasta él, disparó, fue sometido por la policía y aun así terminó ejecutado antes de declarar. Ese instante destruyó la cadena de mando y cerró la vía para llegar a los autores intelectuales. El silencio del atacante no lo impuso el crimen: lo impuso el Estado. Esa escena reveló el nivel del deterioro institucional.

Semanas antes, Manzo había logrado que enviaran más de 200 elementos de la Guardia Nacional para reforzar los accesos de Uruapan. El 8 de octubre, él mismo denunció públicamente que esos elementos habían sido retirados sin explicación clara. Advirtió que el municipio quedaba vulnerable; la autoridad respondió con la palabra “relevo”, como si se tratara de un trámite menor. Nadie fue investigado ni explicó por qué dejaron desprotegido un territorio en disputa. La ineptitud quedó exhibida sin matices.

Tras la indignación social, el gobierno federal anunció el Plan Michoacán: 57 mil millones “adicionales”, doce ejes, más de cien acciones y miles de elementos federales. Sin embargo, buena parte del dinero no era nuevo; era presupuesto previamente programado, ahora reetiquetado para aparentar urgencia. Además, el plan carece de indicadores y metas medibles. No existe un tablero que permita evaluar avances ni responsables en caso de fracaso. Un plan sin medición no es una estrategia: es un acto de comunicación.

El discurso oficial insiste en “atender las causas” y reduce esas causas a pobreza, marginación y falta de oportunidades. Pero la raíz más profunda del crimen organizado no es la pobreza, sino la protección política. Si la pobreza generara crimen, medio mundo estaría dominado por cárteles. El crimen prospera cuando las instituciones fallan y cuando las autoridades negocian conveniencias o toleran estructuras criminales. Ahí están las acusaciones —evadidas, pero no disipadas— hacia gobernadores, congresistas, secretarios y toda clase de políticos que han permitido el avance criminal en sus territorios. Todos lo saben; nadie los toca.

En 2018 se prometió eliminar el fuero para que ningún político estuviera por encima de la ley. No se cumplió. El blindaje se mantuvo para gobernadores, senadores y altos funcionarios. Mientras esa muralla exista, cualquier intento de seguridad será incompleto. Atacar al sicario y proteger al político que lo habilita es la definición misma del fracaso.

El asesinato de Manzo mostró la secuencia del deterioro: se retiraron refuerzos justo antes del crimen, el agresor llegó sin obstáculos, fue ejecutado cuando ya estaba neutralizado y se protegió a los mandos responsables de la falla. Nada de eso es casual. La impunidad opera como mecanismo, no como accidente.

La designación de Grecia Quiroz como presidenta municipal ofreció un respiro emocional y ayudó a contener la tensión social. Su llegada representa un gesto de continuidad, pero gobernar un municipio sitiado demanda instituciones fuertes, coordinación real y protección efectiva. Ninguna de esas condiciones existe hoy. La voluntad individual no basta frente a un sistema corroído.

El Plan Michoacán envía recursos, soldados y discursos, pero evita lo esencial: no toca las estructuras de protección política que permiten operar al crimen. Sin depurar policías, sin auditar fiscalías, sin investigar a los mandos estatales que fallaron, sin sujetar a gobernadores y senadores al mismo estándar que al ciudadano común, todo lo demás es decorado. La fuerza militar no sustituye al Estado de derecho.

El crimen no se debilita con operativos temporales, sino con instituciones que funcionen y con un gobierno dispuesto a investigar a sus propios cuadros. Mientras el poder permanezca blindado por intereses políticos y por un fuero que contradice la justicia, ninguna estrategia será suficiente. La seguridad no se construye solo desde el territorio; se construye desde arriba, donde se toman las decisiones que protegen o permiten el avance criminal.

Estado que tolera la impunidad renuncia a sí mismo; y cuando el Estado renuncia, el crimen ocupa su lugar. Esa es la línea que estamos cruzando. Y después de esa línea, no hay territorio que rescatar, ni gobierno que presumir…

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