El regreso y la fuerza de Donald Trump como figura política estadounidense, más allá de su evidente populismo de derecha y del respaldo de los sectores más conservadores del país, es también una muestra de un modelo agotado que intenta sobrevivir a su propia catástrofe.
La figura del “Tío Sam”, nacida como herramienta propagandística de reclutamiento militar, evolucionó con el paso de los años hasta convertirse en el reflejo de la hegemonía mundial que Estados Unidos ostentó como gran protagonista, como ganadora de dos guerras mundiales y, evidentemente, como triunfadora de la Guerra Fría.
El personaje de un país que predicaba las ideas de libertad y democracia ante el mundo evolucionó para englobar el espíritu del capitalismo más generador de riqueza del planeta. Y el más salvaje.
En el alma de ese personaje se encuentran todas las características de la concepción de un mundo que, desde la perspectiva estadounidense y su “Destino Manifiesto”, debe ser tutelado por el país de la libertad como garante de la paz mundial. Obviamente, solo en la medida en que le convenga.
Como todo ciclo, en algún momento tenía que acabar. Los excesos y derroches de considerarse el epicentro del planeta, con un mundo entero a su disposición y un mercado diseñado a modo de sus propios intereses, lo llevaron a la sobreexplotación, a una cultura del despilfarro y a una sociedad trastornada por un ritmo de vida acelerado. Directo a terapia intensiva.
El Tío Sam, en sus albores, fue la viva imagen del expansionismo estadounidense, el que llevaría al país a delimitar sus fronteras en el norte y el oeste y, lastimosamente, a hurtar a México la mitad de su territorio poscolonial. La representación de un país en constante crecimiento a cualquier costo, pero defensor de la libertad como bandera y justificación de invasiones e intervencionismos.
Y es esa segunda fase, quizá, el factor definitorio del país más poderoso y rico del planeta (aún hoy, pese a todos sus problemas). Tras el periodo de las grandes guerras y de la Guerra Fría, su modelo económico anunciaba —pese a todas sus presunciones— un colapso inminente.
Tras su consolidación como potencia hegemónica mundial, incluso con sucesos tan trascendentales como el ataque terrorista del 11/S, el apetito por crear nuevas áreas de riqueza, la cultura de lo desechable y el mercado aspiracionista llevaron al país —y prácticamente a todo el planeta— al borde del colapso.
Al interior de su territorio, el miedo al apocalipsis propició, por ejemplo, una sobreproducción alimentaria sin precedentes para erradicar el hambre en todo el país, incluso si la civilización llegara a desaparecer.
La introducción de esos alimentos al mercado generó nuevas dinámicas de consumo que, sumadas al auge de corporativos gigantes de supermercados y cadenas de comida rápida, enfermaron a la población de obesidad: el mal del siglo XXI, que pronto se expandió a Canadá, Reino Unido y, claro, México.
El modelo de empresas transnacionales dedicadas a la producción, importación y exportación de mercancías generó áreas de desarrollo en diversas partes del mundo, aunque también múltiples problemáticas sociales, políticas, económicas y ambientales.
La historia de Centro y Sudamérica, de África, de algunas regiones de Asia e incluso del propio Estados Unidos sería inimaginable sin el intervencionismo estadounidense, cuyo destino final siempre fue la explotación indiscriminada de recursos naturales y humanos.
Y al menos en una región como Latinoamérica, esa fue la razón de ser del neoliberalismo y de las transformaciones políticas que lo acompañaron: dictaduras, guerras civiles y crisis de régimen.
Por otra parte, las restricciones en las urbes estadounidenses afectadas por un acelerado proceso de industrialización despertaron la necesidad de emigrar su poderío a otras regiones bajo el modelo de la “especialización” o la “nueva distribución del trabajo”.
En los países orientales —con China como epicentro— surgió en menos de dos décadas el motor industrial del mundo. Un esplendor que debilitó el mismo potencial industrial estadounidense que lo había sostenido durante todo el siglo XX.
Bastaron pocos años para que regiones como la de los “Grandes Lagos” se transformaran de centros industrializados y prósperos a ciudades vacías, con graves problemáticas sociales.
Otras concentraron riqueza de forma exclusiva, incluso teniendo un sector agropecuario poderoso, aunque solo superados por países abundantes en recursos naturales como Rusia, China y Brasil.
Y ante la catástrofe industrial del norte surgió una de sus mayores tragedias: la falta de insumos y la dependencia obligada de cadenas de producción sostenidas a pesar de esquemas perjudiciales y de una China con evidente ventaja, además del plagio sistemático de tecnología al país que por décadas fue la cuna de la innovación.
Solo el sector energético, por las mismas razones que desmantelaron al industrial, se mantuvo como la llama viva de su economía, aunque al precio de catástrofes ambientales y la constante amenaza de estados disidentes que podrían poner en peligro la estabilidad del país.
Como sucede con Texas, una de sus regiones más prósperas, tecnológicas y generadoras de riqueza. Regiones como el triángulo de Texas y Odessa copiaron en papel carbón el espíritu del Tío Sam: el sombrero de copa y botas de charol se transformaron en texanas y botas vaqueras de piel exótica.
Ese mismo esplendor, que sostuvo al país en momentos críticos —como en la crisis de 2008—, es ahora parte del problema que viró al país hacia una nueva ola de conservadurismo que llevó a Trump al poder en 2016 y nuevamente en 2024.
La actual división entre Norte y Sur se ha invertido. Aunque regiones como Nueva York e Illinois mantienen fuerza económica suficiente para enfrentar los reveses políticos y sociales que pretende imponer el Sur, ya no poseen el esplendor industrial que en el siglo XIX les permitió impulsar la abolición y definir la nación.
En esta nueva era, los estados del Sur, además de mantener un nivel de industrialización superior gracias a cargas fiscales relajadas —y acompañados por California— son el epicentro de la era digital y los precursores de la Inteligencia Artificial.
El fenómeno migratorio, que detonó la mayor disputa entre el conservadurismo de Trump y la flexibilidad demócrata, afecta irónicamente a esos mismos estados del Sur. Ellos decidieron recrudecerlo y desplegar fuerza excesiva para frenarlo por completo, o cuando menos a su conveniencia.
Los estragos de las crisis económicas en la era pospandemia acentuaron las narrativas conservadoras, sumando la propuesta de combatir a los cárteles mexicanos como si fueran grupos terroristas.
Una estrategia que no es nueva y que, con variaciones, se aplicó también a Colombia en los 90 y 2000, con la diferencia de la cercanía y de considerar a México su “patio trasero”.
No obstante, el problema de las adicciones en la sociedad estadounidense es comparado constantemente con la “Guerra del Opio” que padeció China en el siglo XIX.
La era del “meth” y del fentanilo ha creado comunidades de adictos en las principales ciudades del país, con todas las implicaciones en materia de seguridad y salud pública.
Ninguna de las crisis de adicciones anteriores generó tantos estragos como la actual.
Es el reflejo de una sociedad agotada por mantener un estilo de vida que se ha esfumado entre crisis, una inflación imparable y un modelo económico que exige jornadas exhaustivas para sostener lo insostenible.
Un modelo que, además de adicciones, propició una cultura de violencia basada en el uso indiscriminado de armas y en su acceso sencillo —en algunos casos tan simple como comprarlas en un Walmart—, aunque en este aspecto ha habido pocos pero significativos avances.
Esa normalidad del uso de armas es parte del problema que intentan frenar. El poderío del narcotráfico en México se sustenta en el tráfico de armas proveniente de Estados Unidos, lo que ha derivado en disputas legales entre el gobierno mexicano y la industria armamentista.
Entre convivencias familiares “pacíficas” con armas de grado militar y tiroteos en escuelas públicas que han dejado miles de víctimas, principalmente menores de edad, el país enfrenta una crisis interna profunda.
Y pese a todos esos problemas, Estados Unidos sigue siendo la potencia hegemónica mundial gracias a su espíritu de innovación, que no frena ni frente al esplendor industrial de Indochina.
La figura de Elon Musk puede ser la evolución del Tío Sam: un símbolo que sigue en terapia intensiva aunque desconozcamos las causas.
Lo mismo podría ser por un infarto o diabetes derivadas de los excesos alimentarios; por adicciones; por cáncer tras décadas de daños ambientales discretos pero presentes; por el colapso emocional de una sociedad trastornada por un ritmo de vida acelerado y sobreexplotado; o por el vacío existencial provocado por un consumismo enfermizo.
O quizá está ahí solo para un arreglo estético, un tratamiento hormonal o un “revamp” cibernético que reinvente al Tío Sam como una nueva fuerza impulsada por el apetito que siempre lo ha movido.
Al final, el modelo que defiende Trump —orientado hacia un pasado ya extinto— se enfrenta al modelo que iniciaron Musk y Jeff Bezos: la transformación del mundo físico de franquicias, centros comerciales y grandes desarrollos inmobiliarios hacia un capitalismo que llega directamente a la puerta de cualquier hogar.
Musk comenzó con las transacciones electrónicas masivas; Bezos con la compra accesible de casi cualquier producto proveniente de cualquier parte del planeta.
Luego vino la evolución de la vida pública a las redes sociales, gloria y desgracia de Trump.
Y ahora, la era de la Inteligencia Artificial, una nueva Revolución Industrial que probablemente transformará lo poco que queda del mundo que, aún en medio de tanta incertidumbre, conocemos.
Tal vez ese sea el nuevo destino —manifiesto— del Tío Sam.
Que su ingreso accidentado a terapia intensiva se deba, en realidad, a la incrustación de un dispositivo Neuralink vendido por Musk, convirtiéndolo en esta nueva era en el “gran cerebro” del planeta.




