Imagina una jaula sin barrotes visibles. Nadie custodia la puerta, nadie dicta órdenes. Pero dentro, todos se comportan como si un vigilante invisible los observara. Nadie huye, nadie desobedece. ¿Qué clase de poder es este que no grita, no encarcela, pero domina con una eficacia quirúrgica?
El poder ya no se ejerce como un martillo que golpea desde arriba, sino como una red que envuelve desde dentro. No está localizado en un trono, en un presidente o en una institución. Se difumina en los discursos, en los hábitos, en las estadísticas, en los formularios, en los likes. Es un poder que no necesita imponerse porque ha sido interiorizado. Un poder que no obliga, sino que forma: forma cuerpos dóciles, deseos domesticados, pensamientos preconfigurados.
Hoy no necesitamos dictadores para obedecer: basta con algoritmos, políticas de privacidad y una moral de bienestar permanente. El poder ya no nos prohíbe, nos optimiza. Ya no castiga, nos perfila. Nos dice qué consumir, qué temer, qué aspirar, y lo hace con una sonrisa. Hemos pasado de la represión a la seducción, del castigo a la autorregulación. La obediencia ha dejado de ser una imposición para convertirse en una virtud ciudadana.
Y es aquí donde la trampa se perfecciona: creemos ser libres porque nadie nos manda explícitamente. Pero esa misma ilusión de autonomía es el mecanismo más eficaz de control. No hay resistencia cuando el deseo ha sido alineado con el poder. No hay revuelta si el sujeto se cree soberano de sus decisiones, aun cuando estas hayan sido fabricadas desde fuera.
En este nuevo régimen, el poder no tiene rostro, sino interfaces. No hay tiranos, hay influencers. No hay censura, hay exceso de información. Y en medio de este ruido, la verdad no desaparece: se ahoga. Lo escandaloso ya no es que el poder se oculte, sino que se vuelva innecesario como imposición. Porque ya nos hemos convertido en nuestros propios carceleros.
México vive esta realidad con una intensidad perturbadora. No sufrimos una tiranía clásica, sino una democracia anestesiada. Votamos sin elegir, opinamos sin pensar, gritamos sin escuchar. El poder no lo tiene una sola figura , aunque algunas se disfracen de redentores, lo tiene la estructura entera que hace posible que la simulación funcione sin fisuras. Lo tiene el narco que disciplina regiones enteras, lo tiene el partido que recicla discursos de justicia mientras pacta con élites, lo tiene el algoritmo que decide qué noticia merece tu atención y cuál se hunde en el olvido digital.
Nos gobierna un entramado que no necesita imponerse con violencia abierta porque ha aprendido a modelar subjetividades. Nos ha convencido de que la política es marketing, que la indignación es tuit, que la transformación es eslogan. México no está gobernado por una persona: está gobernado por un sistema de automatismos, reflejos condicionados y pasiones administradas.
Y lo más trágico es que, en el fondo, lo sabemos. Sabemos que el poder no nos habla desde un balcón, sino desde el espejo. Y sin embargo, seguimos en la jaula, agradeciendo que al menos tiene Wi-Fi.
POR MARIO FLORES PEDRAZA




