CIUDAD VICTORIA, TAM.- Entre ramales de la Sierra Madre Oriental y el Camino Real a Tula, yacen los restos a los cuales el tiempo y el saqueo redujeron la Quinta del Olvido
Se trata de una casona tenebrosa, envuelta en mitos que perduran más de un siglo después saqueada por auténticos gambusinos que buscan afanosamente, el oro que perteneció al «Obispo del diablo».
Allí vivió Eduardo Sánchez Camacho, el obispo tamaulipeco que se atrevió a desafiar lo indefectible: el culto a la Virgen de Guadalupe, patrona de México.
Su campaña contra la Morenita, arengada desde el púlpito de la diócesis de Ciudad Victoria, le valió el apodo despreciativo de «Obispo del diablo».
Fue entonces cuando empezó a dimensionar la magnitud de su blasfemia: ni siquiera muerto, le iban a dejar en paz y el tiempo acabó por darle la razón: primero le excomulgaron, luego le condenaron al destierro y finalmente profanaron su célebre búnker, donde manos sin temor a Dios vandalizaron cada rincón hasta dejarlo en ruinas, como está.
Hoy, del jerarca religioso que pretendió sepultar a la Guadalupana, queda en un vago recuerdo, pero, de su enorme riqueza prácticamente no queda nada.
TOPÓ EN PARED
Solo la autoridad absoluta de Porfirio Díaz fue capaz de contener los afanes destructivos de Sánchez Camacho. Y no fue por casualidad, fue por amor a una mujer: su joven y adorada esposa, Carmen Romero Rubio —conocida como Carmelita, nativa de Tula y primera dama de México desde 1884— quien profesaba un fanatismo profundo por la Virgen de todos los pobres.
El matrimonio de Díaz con Carmelita había sido una alianza estratégica desde el principio: su padre, Manuel Romero Rubio, ministro de Gobernación, consolidó las facciones liberales que sustentaron el régimen, y ella misma se convirtió en un ícono de elegancia y cultura en la elite mexicana. Su casa fue un centro de reuniones políticas y sociales, asistió a actos públicos de todo tipo y en 1893 el compositor Juventino Rosas creó el vals Carmen en su honor, al que ella respondió con un piano de cola alemán.
Ante el ataque del obispo hacia la virgen que tan querida era para su esposa, Díaz no dudó. En 1896, Sánchez Camacho fue expulsado de la diócesis y se vio obligado a retirarse a la Quinta del Olvido, sobre el Camino Real a Tula. En ese lugar, entre 1905 y 1906, se inspiró para escribir sus «Ecos de la Quinta del Olvido», un testimonio de su soledad y su desafío.
EL ORO DEL OBISPO
El poder económico de Sánchez Camacho era real. Entre sus bienes se encontraba una finca de cuarenta por ochenta metros en Ciudad Victoria —hoy sede del Instituto Nacional Electoral frente al Paseo Méndez— que en 1899 valía 2.000 pesos, una suma cuantiosa para la época. Pero la leyenda que más ha perdura habla de su oro: se cuenta que en el patio de la Quinta del Olvido, el obispo salía con talegas repletas de monedas para asolearlas y evitar que algunos hongos las llenaron de manchas y opacaran el brillo.
Por sí solo este relato desató la ambición y y una implacable fiebre de oro en la región del Huizachal. Aunque la casona está resguardada por el Instituto Nacional de Investigaciones Históricas, buscadores de tesoros destruyeron puertas, horadaron paredes y excavaron pozos en todo el patio, dejando el lugar en ruinas —prácticamente no queda piedra sobre piedra—. Versiones transmitidas de boca al oído, hablan de cuevas con ollas de barro llenas de monedas de oro, pero nada se ha confirmado. Nadie sabe si encontraron el tesoro o a dónde fue a parar; lo único seguro es que el ejido del Huizachal se asienta sobre terrenos con yacimientos minerales, cuya búsqueda está hoy restringida.
El obispo del diablo se fue a la historia como un hombre que desafió la fe de un pueblo y se encontró frente al poder de un régimen.
Su Quinta del Olvido, hoy tenebrosa y abandonada, es el único testimonio de esa historia: un lugar donde el olvido y la leyenda se entrelazan, como lo predijo su propio nombre.
Por Vicente González M.
Expreso-La Razón




