26 diciembre, 2025

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Usos y abusos del poder

ARCA DE NOÉ/ PEDRO ALFONSO GARCÍA

Las venganzas políticas han sido una constante en la historia del poder en México, se originan casi siempre por afanes revanchistas o cuando la legitimidad es frágil y se envían señales de fortaleza, es un fenómeno cíclico de gobiernos que buscan empoderarse y utilizan el castigo judicial para marcar distancia con el pasado y construir autoridad desde los tribunales.

Los registros históricos son abundantes desde el siglo pasado por lo menos, pero el patrón se hizo visible tras el arribo de Felipe Calderón a la Presidencia, su ascenso estuvo marcado por una elección cerrada y una narrativa de ilegitimidad persistente, frente a la descalificación optó por una estrategia de fuerza y judicialización como vía de legitimación.

La lógica fue simple, mostrar control mediante acciones penales de alto impacto, detenciones, procesos abiertos y un discurso sustentado en el combate frontal, por eso el aparato de justicia dejó de ser un árbitro discreto y se convirtió en el escenario central de la disputa política, en un mensaje permanente de autoridad, se alinea o aténganse a las consecuencias.

Desde entonces la judicialización dejó de ser excepción y se convirtió en método, la persecución penal comenzó a cumplir una doble función, investigar delitos y enviar señales políticas, finalmente el expediente sustituyó al debate y la acusación pública fue utilizada para prescindir del consenso democrático.

El problema no fue investigar conductas ilícitas de personajes en problemas, a veces con más culpas de las imputadas, el problema fue la forma, se armaron con prisa expedientes endebles, se aportaron pruebas indirectas y peritajes incompletos, privilegiando el impacto mediático sobre la solidez jurídica, lo que derivó en procesos largos y frágiles.

En Tamaulipas este esquema se expresó con nitidez en el caso de Eugenio Hernández Flores, detenido en 2017 por peculado y lavado de dinero, su captura fue presentada como ruptura política antes de que existiera una resolución judicial de fondo, y el exgobernador victorense enfrentó los rencores del panista Francisco Cabeza de Vaca, quien le ajustó cuentas.

La narrativa avanzó con rapidez mientras el proceso se alargaba y la prisión preventiva operó como castigo anticipado y argumento político, con el tiempo los tribunales detectaron inconsistencias, ausencia de daño patrimonial acreditado y debilidad probatoria en la integración del caso.

Amparos federales y resoluciones posteriores evidenciaron fallas estructurales, investigaciones incompletas y duplicidad de procesos, el castigo político ya se había consumado, pero la solidez jurídica nunca alcanzó el mismo nivel ni la misma contundencia pública.

El expediente de Tomás Yarrington siguió una ruta distinta, acusado en Estados Unidos por vínculos con el narcotráfico, su figura fue usada como emblema del discurso anticorrupción y de la narcopolítica.

En México las investigaciones locales fueron tardías y débiles, el peso del proceso se trasladó al ámbito internacional, reforzando la percepción de que la justicia interna reaccionó más por presión política y coyuntura que por una política penal sólida y sostenida.

Ese ciclo encontró continuidad en el sexenio de Francisco García Cabeza de Vaca, quien abusó al extremo del uso de las fiscalías y del aparato judicial para acorralar a adversarios, abrir carpetas selectivas y prolongar el ejercicio del poder.

Durante su gobierno la judicialización operó como mecanismo de control político, investigaciones contra opositores, presiones institucionales y un uso intensivo de la persecución penal como mensaje, el poder se sostuvo en el expediente y dejó a un lado la persuasión política.

Hoy el espejo devuelve otra imagen, Cabeza de Vaca enfrenta acusaciones que lo obligan a permanecer en el extranjero, con procesos abiertos y señalamientos que revelan cómo el uso faccioso de la justicia termina alcanzando a quien la emplea como herramienta de dominio.

En estos expedientes la constante ha sido la espectacularización, detenciones convertidas en hitos, filtraciones selectivas y juicios paralelos en medios, mientras los casos enfrentaban límites técnicos reales en tribunales, la justicia mediática avanzaba y la jurídica tropezaba.

Más allá de los malos manejos que hayan cometido, más allá de errores y excesos propios de sus administraciones, el factor político fue determinante en la activación y conducción de estos procesos, el revanchismo pesó más que la técnica jurídica en momentos clave.

La judicialización como estrategia tiene costos claros, erosiona la credibilidad de las fiscalías, tensiona al Poder Judicial y normaliza la idea de que la justicia depende del contexto político y no exclusivamente de la evidencia, cuando los jueces corrigen el daño ya está hecho.

No se trata de absolver biografías ni de negar responsabilidades políticas, se trata de advertir que la justicia selectiva debilita al Estado de derecho, cuando el adversario sustituye al delincuente probado la frontera entre legalidad y poder se vuelve imprecisa y riesgosa.

Por. Pedro Alfonso García

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