A lo largo de esta semana, el tema de la marihuana o mariguana, ha ocupado en México un espacio preponderante en medios de comunicación, tribunas políticas, grupos sociales y pláticas de café.
Nadie parece ponerse de acuerdo en el beneficio o daño que pueda provocar el que la Suprema Corte de Justicia haya autorizado el consumo de ese enervante para cuatro personas que promovieron un amparo en ese sentido, pero en mi opinión me parece que lo relevante en este embrollo judicial no son ese cuarteto de casos, sino el inicio de un proceso que al parecer terminará por ser irrefrenable: la legalización general de ese narcótico.
Y el retorno a la pregunta original es inevitable: ¿Es bueno o es malo el consumo legal de ese vegetal?
No me atrevo a aventurar una respuesta –y creo que algo parecido sucede con quienes tienen en sus manos el destino de esa yerba– porque las dos caras de esa moneda ofrecen testimonios de ambos resultados. Le citaré lo que su servidor ha atestiguado para tratar de explicar esta confusión de ideas.
Durante mis días universitarios, una gran parte de mis compañeros de la Facultad de Comercio y Administración de Tampico, considerada en ese entonces la “nice” del sur tamaulipeco y por lo tanto repleta de “niños y niñas bien”, consumían marihuana. No había mucha diferencia en géneros, porque esos jóvenes y jovencitas no tenían recato en “darse las tres” en privado o en público. Era una especie de status “hornearse” hasta en pleno salón de clases. Demostraban en su óptica ser no sólo vanguardistas, sino también su poder económico.
Al paso de los años, tras dejar atrás –bastante atrás– esas aulas, volví a ver a varios de mis entonces condiscípulos. ¿Y sabe qué?… todos lucían rozagantes, eran, por lo menos en ese reencuentro, ejemplares padres o madres de familia y muchos de ellos tenían ya en sus manos las riendas de los prósperos negocios familiares. Nadie hubiera imaginado su nebuloso pasado con aroma, como dice la voz popular, a “petate quemado”.
Hasta aquí, una lectura superficial sería que el consumo de la cannabis no causa estragos. Esas personas parecen ser la prueba.
Pero la otra parte de la historia es mucho menos amable.
En el inicio de mi labor como reportero, como a todos los novatos sucede, me correspondía en ocasiones cubrir al titular de la fuente policíaca. Vi casi toda la podredumbre que se puede ver en esa “fuente”. Y entre esas experiencias, también viví en carne ajena la destrucción de docenas de personas, la mayoría jóvenes, por su adicción a la mariguana.
Eran comunes los casos de violadores, ladrones e incluso homicidas apresados, que resultaban ser adictos a fumar la “yerba”. Era la mayoría de ellos a sus pocos años, seres ajados en cuerpo y alma y casi sin conciencia de lo que hacían, además de padecer una salud desastrosa y un corto rango de vida. La explicación para tratar de justificar sus crímenes era el clásico “estaba mariguano”.
¿Por qué a los primeros, aquellos estudiantes universitarios, no les causó daño esa adicción y en cambio al segundo grupo citado les convirtió su existencia en un infierno y en muchas ocasiones los llevó a la tumba?
Todavía intento hallar una respuesta convincente para explicar esa brutal diferencia.
Algunos decían que influía la alimentación, había también opiniones que señalaban como culpable al tiempo excesivo en el consumo y hasta teorías que trataban de aclarar esta disparidad al señalar que uno u otro resultado dependía de la buena o mala calidad del enervante. Vaya usted a saber.
Lo cierto es que ese mar de dudas persiste todavía entre quienes deben decidir si el consumo de ese alcaloide hunde o pasa inadvertido a quien lo prefiere.
Y eso, es precisamente lo que me impide, como simple espectador, condenar o reconocer el papel que juega en nuestro bendito país, la tan famosa “juanita”…
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