CIUDAD VICTORIA, Tamaulipas.- Aún cuando ya no están en la tierra las madres hacen falta, no importa si fueron estrictas, si nos olvidaban en la escuela por el trabajo o si la comida no tenía buen rostro y un exquisito sabor, con la ausencia todo cambia, se disipan las tristezas y aumentan los recuerdos.
Para recordarlas a ellas, en el ambiente se escuchaban los versos que hicieran famosos Los Tigres del Norte… «Oh, Madre Querida, Oh, Madre Adorada»…
Ya no hubo dinero para el Fara Fara, así que la grabadora en el panteón fue suficiente para honrar su memoria.
Y entonces lavar el mármol de la lápida, es casi como acariciarla.
Luego estar a su lado con los hermanos es como reunirse alrededor del comedor como en aquellos días en que ellas recibían las flores en vida.
José Mateo Herrera Reta, aún hace promesas a su madre, que está en el cielo. Un accidente laboral le hizo perder su pierna derecha.
Ella partió poco antes y en silla de ruedas llegaba José a verla y platicar con ella sobre la doble pérdida.
«Somos de la colonia Mainero, viví con mi madre desde que nací hasta que ella murió, ahí vive también mi esposa que me apoya mucho, más ahora que me amputaron la pierna. A mí madre le dije que un día vendría a verla cuando estuviera completo. Ya ve las creencias de uno.
Y ahora vengo con mi prótesis, ya vengo completo, ando practicando para volver a caminar», dice mientras se estira para alcanzar los jarrones que adornan la tumba de su madre.
Ahora José utiliza muletas para recuperar la fortaleza en su cuerpo y aprender otra vez a caminar… su madre ahora lo llevará desde el cielo.
Manuela Tinajero Balboa, es otra de las madres inolvidables, su hija Gladys dice que se fue hace tres años, sin embargo, cada ocho días los hijos están ahí a su lado para que ella no tenga la cruz del olvido, que tanto temía en vida.
«Tuvimos a papá, pero los últimos quince años de la vida de mamá, ella fue madre y padre. Nos heredó la maternidad, ella decía siempre que primero eran los hijos. Yo no tuve hijos, pero cuando falleció mi hermano yo me quedé a cargo de mi sobrina y esos son valores de mi madre», dice Gladys Balboa.
Ahora Gladys Anayansi, la nieta tiene una motivación en su abuela; «Mi abuela me pedía la carrera al igual que mi padre, ya no están, pero son mi motivación para continuar, porque ellos me lo dieron todo, son los pilares de mi vida».
Había lágrimas, flores y música también para las madres que vieron amanecer el siglo pasado, entre ellas la señora Toribia Andrade de Zuñiga, quien nació en 1919, su hijo menor, Rodolfo la recuerda así con la voz entrecortada: «Le voy a decir la verdad, mi madre era una mujer bien enérgica, de esas de las de antes, de las que nos tenían a raya, nos educaban a base de cáracter,
no teníamos tanta libertad, pero sí el golpe que corregía y el que ahora el gobierno prohibe y ha permitido que los niños de ahora caigan en la desobediencia. Ahora ni los maestros pueden corregir y hasta los hijos demandan a los padres».
Don Rodolfo, era el menor de ocho hermanos vivos, más los que fallecieron al nacer y los que nacieron y no lograron crecer.
Fue parte de una familia que vivió en una misma casita, todos bajo un mismo techo.
Quizá había carencias, más nunca faltó el amor de una madre que guiaba a sus hijos por el camino del bien, y eso es lo que ahora recuerda el señor Rodolfo cuando visita a su madre en el panteón.
Ahora todos tienen donde vivir y todos formaron una familia.
La Profesora Francisca Báez Coronado, madre de siete hijos, también fue recordada el 10 de Mayo, mientras sus hijos lavaban la lápida de mármol que ahora adorna su huella sobre la tierra.
«El menor de mis hermanos tiene 43, mi madre partió hace dos años, pero vive para nosotros en nuestro corazón. Pero nosotros venimos a verla cada ocho días, era muy estricta, ella fue maestra de profesión y nosotros tenemos todos carrera.
Mi mamá Panchita era de chancla y lo que encontrara. A mí me evitaba subirme a un árbol que estaba en la casa y yo lo seguía haciendo.
Ella decía que era para evitar un accidente, yo no obedecía y si lo tuve. Cuando ocurrió primero me dió el chanclazo y hasta después me curo. Aún tengo la cicatriz que me hizo el árbol”, recuerda
con mucho cariño.
El amor de madre no tiene límites, doña Cesárea Castillo Hernández lo enseñó en vida en la colonia Revolución Verde y lo compartió con todas las vecinas.
Doña Cesárea era maestra jubilada, lo primero que hizo por Gloria fue apoyarla para que le dieran crédito en la tiendita de la esquina en un tiempo en que Gloria lo necesitaba porque sus hijos eran pequeños.
Cuidó a los niños de Gloria cuando ella tenía que ir por la leche a Liconsa y le alentaba para que un día sus hijos terminaran una carrera.
Ya no está la maestra Cesárea para ver que los apuros de Gloria han pasado. Una de sus hijas ya terminó la licenciatura, la otra está por graduarse y el niño terminará prepa.
Gloria no termina de agradecer ese amor que una vez recibió y la visita y adorna su espacio con ramitas de romero, crotos, unos claveles y todo su cariño.




