Así fuera por las puras ganas de molestar a mis interlocutores, desde hace años me gusta decir que se equivocan rotundamente quienes leen la pequeña (y única) novela del palermitano GIUSEPPE LAMPEDUSA (El Gatopardo) como un recetario de perversidad política. Desde luego, no lo es.
Igual hago con el FOUCHÉ de STEFAN ZWEIG, biografía a la que no pocos contemporáneos convirtieron en libro de cabecera para cimentar ambiciones políticas, dar fuerza a ímpetus trepadores y orientar sus grillas de oficina.
Por encima de cualquier uso vulgar, en ambos casos se trata de exquisitos bosquejos del alma humana. Narrativa de la buena, más psicológica en ZWEIG, más romántica en LAMPEDUSA, con bisturí la primera, con afelpado y nostálgico pincel la segunda.
En el caso concreto del Gatopardo, el libro cobró fama, reconocimiento amplio y traducción a muchos idiomas hasta que su autor murió (1957).
Conoció entonces el lector la frase de “cambiar para no cambiar”, favorita de don FABRIZIO CORBERA, el doliente Príncipe de Salina, quien sentía amenazados sus privilegios de aristócrata por el levantamiento republicano de GIUSEPPE GARIBALDI y su sueño de unificar los reinos itálicos en un solo estado nacional.
PRI, PAN, OTROS
La idea de la permanencia disfrazada de cambio ha estado presente en los lectores mexicanos de LAMPEDUSA. Lo citan con cierta picardía para detallar el rosario de mañas que los gobiernos de la revolución le aprendieron a don PORFIRIO.
O, más recientemente, con eso que llaman alternancia, el autoritarismo reciclado de los regímenes panistas. Ese patrimonialismo que como oposición combatieron para abrazar después con uñas y dientes.
Las complicidades sucesivas de FOX y CALDERÓN con una figura arquetípica del viejo sindicalismo gangsteril, tiránico y rapaz, la maestra GORDILLO.
Ejemplo no menor el señor OBAMA. Siendo candidato insistía hasta la saciedad en desbancar a quienes llamaba con tono despectivo “políticos profesionales”.
Las legendarias camarillas de Washington que desde ambos partidos operan en función de sus apetitos de grupo, a costa del interés popular.
Había que desbancarlos, reiteraba BARACK, devolver el poder a la gente, quitar a la vieja oligarquía sus privilegios.
La gran sorpresa viene después del triunfo, cuando anuncia su equipo de colaboradores, un gabinete principal plagado de figuras vinculadas a los regímenes de CLINTON, CARTER y uno que otro recomendado del clan KENNEDY.
Puros miembros de la clase política tradicional, contra los cuáles había despotricado en campaña.
Los reporteros no se aguantaron las ganas y le hicieron ver la contradicción, provocando el enojo en un hombre como OBAMA, reconocido por su eficiente control de las emociones.
Lograron sacarlo de sus casillas. Enfadado, tétrico el gesto, endureció la voz y en forma categórica dijo: “el cambio soy yo”. La frase quedaría para la historia como una paráfrasis
involuntaria de “L’État, c’est moi” (El Estado soy yo) aquel célebre desplante atribuido a LUIS XIV, expresión ilustrativa del absolutismo francés.
EXPECTATIVA
Rememoro esto hoy que México se encuentra en la víspera de unas votaciones y cuando la palabra “cambio” está en boca de todos los candidatos y partidos.
En el sentido más literal del término, sea cual sea el resultado, es inapelable que habrá un cambio en las 12 gubernaturas en juego, las 388 diputaciones locales y los 548 ayuntamientos.
Serán otras personas las que ocupen esos lugares, mandos, tareas, de partido diferente o del mismo. Igual son relevos.
En un plano simbólico, la palabra cambio puede representar muchas cosas. Se asocia a otro concepto acaso más atractivo y de coloraciones más cálidas: esperanza.
Hope, en inglés.
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