El golpe en Turquía confronta a dos fuerzas históricamente
en conflicto: el Ejército y el islamismo. Ambas, montadas en un discurso de defensa de la democracia, a pesar de que en la práctica la erosionan y desvirtúan. Sólo una de ellas, sin embargo, ostenta legitimidad democrática: los islamistas del presi- dente Recep Tayyip Erdogan.
Apodado “El Sultán” tanto por sus orgullosos partidarios como por los opositores que denuncian su autoritarismo, Erdogan ha sido capaz de convertir una base dura de electores, que nunca le ha dado menos de la tercera parte de los votos, en una máquina de ganar elecciones: subió del 34% en 2002 al 46% en 2007, y de ahí al 49.8% en 2011.
Su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP en turco) tiene un origen similar al del PAN mexicano: es un proyecto de la poderosa clase empresarial del centro de Anatolia con una propuesta democrática de inspiración religiosa. Ha logrado representar así a gran parte de la población que se sentía amenazada por el laicismo de la república creada por Mustafa Kemal “Atatürk” en 1922, y su partido, el Partido Republicano del Pueblo (CHP).
A diferencia del PRI, sin embargo, el CHP fracasó en su intento de con- solidarse como partido hegemónico, diversas formaciones islamistas logra- ron superarlo en varias elecciones, y el Ejército, asumiéndose como guardián del legado de Atatürk, ha “corregido” las “desviaciones” a través de golpes de Estado en 1960, 1971, 1980 y 1993.
Erdogan, que llegó con un proyecto de modernización y desarrollo econó- mico relativamente exitoso, consiguió poner bajo control al Ejército metien- do a la cárcel a la cúpula militar.
Se presentó como un europeísta que no pondría la religión por delante, y como un pacificador que lograría pactar con los rebeldes kurdos.
Eventualmente, la Unión Europea no admitió a Turquía entre sus miembros, el diálogo con los kurdos se estancó cuando Erdogan comprobó que no los podría absorber dentro de su base electoral, y en medio de una creciente islamización, Erdogan adop- tó una marcada actitud autoritaria, metiendo a la cárcel a periodistas y opositores políticos, persiguiendo a antiguos aliados, despidiendo a fiscales y policías que investigaban actos de corrupción de sus ministros y de su propio hijo, y desplazando a compañeros de partido.
Aunque en junio de 2015 ganó las elecciones con un 40%, la entrada de una alianza de kurdos e izquierdistas al parlamento impidió que Erdogan obtuviera la mayoría. Se pensó que era el fin del reinado del sultán. Como nadie podía formar gobierno, fueron convocadas nuevas elecciones: Erdo- gan relanzó la guerra contra los kurdos y enfrentó sangrientos atentados de Estado Islámico, lo que favoreció que un pueblo atemorizado se uniera en torno al presidente. En noviembre pasado, su partido ganó el 49.5% de los votos y la mayoría absoluta en el parlamento.
Si se consolida el golpe, el país volverá a la dictadura y la democracia tutelada. En caso contrario, Erdogan emergerá victorioso, infligiendo una derrota más a sus enemigos y, como en cada ocasión anterior, más arro- gante, autoritario y perseguidor de los disidentes




