Nací a mitad de los dos 50s del siglo pasado en un pueblo que hace frontera con el país más poderoso del orbe, los Estados Unidos de América.
Aún no sabemos si eso se constituye en una ventaja o no, pero la cotidianidad nos gana y convivimos en vecindad, pero de lejos, a pesar de estar tan cerca.
Por disposición geopolítica, la ciudad tiene una playa lejana, pero subdesarrollada desde que tengo uso de razón comparada con algunas de este mismo país.
A los 6 años de vida, un día mi papá llegó cargando una caja con un pequeño cuadro de vidrio de color verde pistache en el centro y con 2 botones; uno para el encendido y el otro para cambiar canales.
¿Qué es eso?, le pregunté. Es una televisión, me contestó.
Cuando terminó de colocarla, enchufó el aparato a un enorme “regulador de voltaje” con un “foquito” rojo que indicaba que estaba prendido y me volteó a ver con orgullo, porque según él, habíamos avanzado socialmente comparado con los vecinos.
La caja sólo recibía la emisión de 2 canales: el 4 y el 5 de “lotrolado” y por ende, no entendía el lenguaje, pero aun así, me divertían los programas porque mi imaginación creaba los diálogos entre los personajes.
La serie de “Superman” en blanco y negro, me provocaba querer ser como él: más rápido que una bala, más poderoso que una locomotora y poder brincar un edificio alto de un solo salto”.
Con el paso del tiempo, me di cuenta que se habría creado el instrumento perfecto para el sometimiento de las masas: la caja idiota que no es otra cosa que la televisión.
Después de hacer la tarea, jugábamos al beisbol en algún terreno baldío y ya entrada la tarde, nuestros papás nos llamaban a que nos bañáramos.
Por las tarde noche, jugábamos a las rondas, a las escondidas y a los encantados. Algunas niñas se entretenían jugando al “bebeleche” y permanecían un tanto ajenas a los juegos rudos de los niños.
A algunos amigos sus papás les podían comprar baleros o trompos y a las niñas, Yekis. La destreza se iba adquiriendo conforme se dedicara uno al juego que a uno le interesara.
Todo se jugaba en la calle.
La calle donde los vecinos se saludaban debido al respeto que prevalecía por ser gente de bien, es decir: honrada y trabajadora.
No había necesidad de “prender” el asador ni comprar hartas caguamas para convivir, como hoy se acostumbra en el norte del país.
Los domingos era de ir a misa por las mañanas, al cine matutino después y por las tardes, con ir a darle la vuelta a la plaza bastaba para cohesionar a la
familia.
En esos domingos, se saludaba al maestro como el más preciado mentor, al médico que nos curaba sin antes preguntarnos si teníamos seguro de gastos médicos mayores y a los comerciantes conocidos que no alteraban los precios para conservar el saludo de la gente.
Hoy, todo es diferente.
Los niños no salen a jugar a la calle, por el peligro de ser víctimas de un fuego cruzado entre policías y delincuentes.
Los juegos electrónicos como el xbox, playstation, nintendo switch, sustituyeron a los juegos de madera.
Me pongo a pensar que todo esto de la violencia se pudo haber producido para que se consuman este tipo de artefactos.
Y lo más grave, la gente ya no se saluda, la televisión es más fuertes que nunca y ya no hay saludos amable a los maestros ni a los doctores.
Es cierto, ya nada es igual…




