Hay políticos cuya conversión ideológica es sólo para seguir mamando
La sucesión adelantada; el disfraz del presidente ante la incompetencia
Hasta 1994 el señor de Los Pinos fue considerado el ‘fiel de la balanza’
Pero claro, eran tiempos del dominio priista que feneció allá en el 2000
En medio de un clima de incertidumbre política, los diversos actores que operan en el ámbito nacional ponen en práctica todo tipo de estrategias, triquiñuelas y recursos, para no ser marginados de lo que se ha dado en llamar la sucesión adelantada, que hoy se distingue por la confrontación, un desgaste permanente y, por supuesto, el oportunismo.
Igual que en 1999, 2005 y 2011, cuando en la víspera de nominarse candidatos presidenciales se hizo más notoria la mal llamada conversión ideológica (léase ‘chaqueteo’), con el desprendimiento de cuadros que al advertir la derrota de su partido se aliaron con el aparente contrario.
Y es que atendieron al pie de la letra la frase del veracruzano César Garizurieta (‘El Tlacuache’) –amigo de Miguel Alemán Valdés y fundador de una agrupación socialista en el puerto jarocho–, que reza: “Vivir fuera del presupuesto, es vivir en el error”.
Como ahora hacen conspicuos militantes del albiceleste, perredistas y priistas –‘chapulines’ de otros organismos son indignos de ser tomados en cuenta, porque tampoco nada representan–, en su codicia de seguirle mamando la ubre a la Federación cuando menos del 2018 al 2024.
Esta realidad impacta directamente en la intranquilidad social, que lo menos que reclama a los hombres de poder, es paz.
Sin embargo, con sus acciones, los (4) principales partidos políticos (PAN, PRI, PRD y Morena), como las sociedades económicas –que son en realidad quienes mandan en México–, tampoco hasta hoy nada han aportado para creerles.
Incluso desde las altas esferas de la administración pública, como la Presidencia de la República, cuyos temas de inicio y tal parece que igual, al fin de su período, son: la sucesión y el combate contra la delincuencia organizada, soslayan otros temas de gran transcendencia.
De ahí que el jefe del Ejecutivo Federal nuevamente no sea, en esta ocasión, ‘el fiel de la balanza’ de su propia sucesión.
El gran elector
Con la instalación de la ultraderecha en la residencia oficial de Los Pinos (2000) entramos a una atmósfera inédita en cuanto al proceso sucesorio, que no sólo se adelantó en el ocaso del siglo XX y se repitió seis años más tarde, sino que se salió del control presidencialista, generando (así profundas y justificadas) contradicciones en la inclinación de la balanza.
Sobre todo porque antaño el sistema federal determinó –de manera precisa– el procedimiento a seguir, cuando tenía lugar el cambio sexenal que, en la
práctica, sólo podía decidirla el jefe del Ejecutivo en funciones.
Así al institucionalizarse el poder en el México posrevolucionario con la creación de un partido de amplia representatividad social –que tuvo a su cargo implementar las reglas del juego de la participación política–, el problema de la sucesión presidencial fue un asunto que estuvo bajo el dominio priista durante más de 70 años.
En lo formal eran los sectores, frentes y movimientos de masas del llamado partido oficial los que ‘destapaban’ a quien, con toda seguridad, sería el relevo presidencial.
Pero en realidad, el mandatario saliente era el responsable de elegir a su sucesor.
Este juego consistía en considerar varias alternativas y mostrarlas a los grupos de interés, aunque de antemano el jefe de las instituciones de la República ya tuviera bajo su protectorado al elegido.
Todos sabían que ‘el gran elector’ en todos los procesos del cambio de estafeta a nivel Presidencia de la República, las gubernaturas y hasta algunas senadurías y diputaciones era el titular del Ejecutivo Federal con todo y sus debilidades.
Su poder resultaba omnímodo y aquellos que osaban objetarlo simplemente pagaban las consecuencias (en los años sucesivos) con el anonimato y la marginación, en el mejor de los casos
De esta forma operó el sistema político mexicano durante décadas, hasta que en la época del gobierno encabezado por Carlos Salinas de Gortari –allá en los albores de 1994–, los procedimientos se complicaron y los mecanismos de control y transferencia pacífica de los mandos del poder empezaron a crujir, a
grado tal que la misma nomenclatura cobró una víctima más en la humanidad de Luis Donaldo Colosio Murrieta, quien fuera asesinado en plena campaña en la colonia Lomas Taurinas, de Tijuana, Baja California.
De ahí en adelante inició la debacle de la institución presidencial y su derecho, no escrito, de imponer al sucesor.
La última maniobra que dio resultado la operó el propio Salinas para meter de emergente a Ernesto Zedillo Ponce de León, quien a la postre se encargaría de sepultar el esquema sucesorio priista, pese a que hizo el intento de prolongar la supremacía del tricolor al término de su gestión.
Sin embargo la decisión se topó con la revuelta electoral ciudadana que sepultó, al menos coyunturalmente, la tradición autoritaria engendrada en el seno del sistema político mexicano.
Costumbre en desuso
Con el triunfo de Acción Nacional (PAN) en el 2000 cuando llegó Vicente Fox Quesada a la Presidencia de la República, el recetario de formas y entendidos en la manera de hacer política en el país cayó en desuso, necesariamente, merced a sus desplantes bravucones y a la manipulación de su segunda mujer: Martha María Sahagún Jiménez.
De cualquier forma México empezó a ser otro, pero la población otorgó a los políticos, de manera sabia, el poder en forma equilibrada.
Si bien el Gobierno Federal quedó en manos de un miembro de la derecha, el Congreso de la Unión (cámaras de Diputados y Senadores) alcanzó una notable pluralidad, pues sólo podían avanzar las reformas y los acuerdos si se tomaba en cuenta a las nuevas vertientes opositoras, que, juntas, alcanzaban mayoría y garantizaban así el equilibrio de fuerzas.
Por algo, el entonces mandatario no pudo operar a su libre arbitrio.
El discurso del nuevo Gobierno Federal, bajo esa tesitura, propendió a la profundización de la democracia y la transparencia de los procesos electorales, que era una tendencia impulsada por fuertes movimientos ciudadanos a través de los años, lo que incluso cobró cientos de vidas, como bien lo consignan algunos historiadores contemporáneos que se han abocado al tema de la inseguridad.
Al paso del tiempo, esa nueva administración presidencial tuvo que salir de su euforia transformadora, al constatar que los grupos de interés y la clase política tradicional seguían imponiendo sus reglas y, a cada paso, dejaban constancia de su enorme poder.
También el entonces mandatario federal encontró en dichas inercias un excelente filón propagandístico que le permitió argumentar a su favor por el incumplimiento de las promesas que hiciera a la ciudadanía en la ceremonia donde estrenó el Bando Tricolor.
Como fuere, el caso es que ya sin ‘reglas de juego’ –en cuanto a la sucesión presidencial, merced a la situación inédita de la alternancia–, analistas, académicos y personajes de la política coinciden en señalar que el proceso que en el pasado iniciaba en el último tercio del mandato, comenzó con la misma instalación de Fox Quesada a la residencia oficial de Los Pinos.
Lo mismo ocurrió en el régimen de Felipe Calderón Hinojosa, pues nadie es su sano juicio se atrevería a negar que desde el primer día en que asumió el
cargo empezó a manejarse el tema sucesorio.
Y con Enrique Peña Nieto ocurrió igual.
Gobernabilidad es riesgo
Hoy la sucesión presidencial está prácticamente desbordada.
Y más porque el propio señor de Los Pinos se ha encargado de animar la polémica de manera pública.
Así, de cara a sus propios y más cercanos colaboradores en la administración pública, gobernadores y legisladores de extracción tricolor, desde el tercer año de su régimen dio el banderazo al hándicap interpartidista, asegurando que PRI conservaría esa posición en el 2018, pues el PAN y el PRD, según dijo,
no lograban repuntar y sus estructuras lucían desarticuladas.
Nadie dudó, desde entonces, que fuera un ‘destape adelantado’ –en favor del tricolor–, y que al respecto no había reglas a seguir de manera unánime, ya que su desplante no era compartido por los partidos políticos ni por los amplios segmentos de la población.
Estilos sucesorios
Bajo este mismo sentido, las expectativas de que Enrique Peña Nieto impondrá a su propio sucesor parecen truncadas, en tanto que justamente él y su equipo se han encargado de manosear y contaminar el tema.
Más aún: debido a su inexperiencia o mala fe, los suyos siguen poniendo en riesgo la gobernabilidad del país –como en su oportunidad lo hicieran Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa–, que hoy se debate en medio de la turbulencia política y la inseguridad, en tanto los grandes problemas nacionales se relegan a un segundo plano ante el desencanto de millones de compatriotas.
Fracturas priistas
El Partido Revolucionario Institucional (PRI) podría de nueva cuenta vivir momentos angustiosos en su búsqueda de conservar Los Pinos –es decir, mediante el voto–, merced a la descalificación que a priori se hace del proceso interno (a aprobarse en la asamblea nacional del próximo día 12 de agosto) con el que habrá de elegirse candidato presidencial,
Así lo dejan entrever las desacreditaciones entre su nomenclatura, que nuevamente cita una tesis recurrente de su inconformidad: ‘se nota un claro favoritismo’.
En efecto, desde que inició esta tempranera disputa sin precedente por la candidatura del tricolor a la Presidencia de la República, persiste esa ruptura que ha desencadenado un clima de incertidumbre, a tal grado que los contendientes ni siquiera se han preocupado por evitar la confrontación ni en tender un sólido puente de plata a la democracia que tanto dicen buscar.
Ejemplo de ello son los epítetos velados que los grupos de Enrique Peña Nieto y Manlio Fabio Beltrones Rivera se lanzan entre sí –pero de manera velada–, y el descrédito que se promueve en contra del árbitro de la contienda, Enrique Ochoa Reza –que tampoco es garantía de nada–, por no conformar una estructura dirigente que en verdad ofrezca imparcialidad en el proceso selectivo.
Los protagonistas de este affaire, sin embargo, parecen soslayar que su cerrazón mantiene en suspenso la estabilidad social, política y económica de todo el país –puesto que los gobiernos estatales y municipales de extracción priista están involucrados de una u otra forma en la problemática–, y que si bien hoy son otros tiempos también son otras las circunstancias.
Adhesiones
A menos de un año de elegir Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador sigue siendo favorito en las mediciones –pese a rodearse de aventureros, tramposos, corruptos, chaqueteros y otros especímenes, hartos conocidos por truculentos–, porque en los partidos Revolucionario Institucional (PRI), Acción Nacional (PAN) y del Sol Azteca (PRD) no hay todavía un prospecto que garantice hacerle competencia en la lid formal.
Pero de ahí a que los grupos de interés económico –que son los que en realidad mandan–, admitan su llegada a Palacio Nacional, hay un mar de diferencia.
Lo sabe ‘El Peje’.
De ahí que haya modificado su discurso e invite a los empresarios a, por lo menos, ser sus promotores.
Futurismo
El refrán popular que reza ‘no por mucho madrugar amanece más temprano’, de ningún modo es atendido por quienes aspiran a las candidaturas que, a partir de la segunda semana de septiembre, se pondrán en juego (oficialmente), tras la instalación del Instituto Nacional Electoral (INE) como organismo rector del proceso comicial del 2018.
Y menos, cuando en su artimaña los involucrados recurren a otra de las sentencias públicas –‘al que madruga Dios lo ayuda’–, para justificar cuanto hacen
en aras de alcanzar el posicionamiento político distrital que los ubique en los primeros lugares de las encuestas, que, como usted ya lo sabe, se vienen levantando desde hace por lo menos dos meses.
Sin embargo hay bisoños de la política que por su inexperiencia se van de bruces, al hacer suyo el pronunciamiento del dirigente nacional priista, cuando está visto que en el juego participan viejos lobos de mar –quizás tras bambalinas, pero lo hacen–, elucubrando escenarios o promoviendo actores afines a sus propios proyectos ¿de mayor envergadura?, sin que al menos por el momento nada les importe lo que establezca su guía, por saber que las nominaciones se conceden 1) vía negociaciones ó 2) en el menor de los casos merced a su posicionamiento logrado en los sondeos de opinión (que serían los candidatos naturales), en cuanto a los distritos más difíciles.
Por otra parte, sé muy bien que hay aspirantes que no se placearían sin contar con el permiso del jefe político estatal –sobre todos quienes le deben estar agradecidos por chambear en la administración pública o en el PAN–, pues en caso contrario estarían traicionando su confianza.
Y creo que éste sería el caso de la mayoría de quienes pretenden las candidaturas a diputados federales.
Las identidades en este caso, salen sobrando, pues el razonamiento que me ocupa es dejar en claro que hoy el rejuego futurista se da en toda la entidad.
Tan es así, que no aminoran las especulaciones mediáticas sobre el tema alentadas precisamente por quienes creen tener posibilidades (y se lo comento con pleno conocimiento de causa), a través de filtraciones en la prensa o revelaciones top secret; charlas de café, mentideros políticos, cofradías y en los corrillos palaciegos (estatales y municipales).
Por tanto, sería sano hacer un llamado a la nomenclatura albiceleste para apaciguar a los ‘acelerados’.
Basta observar la mutación de los pretendientes (a las curules), que, de la noche a la mañana, se han convertido en amigos de Juan pueblo; y en la callen andan saludando hasta de mano a los ciudadanos, que en el ejercicio de su quehacer político-administrativo, poco se han dignado ver; y menos a oírlos simplemente, pues escucharlos sería demasiado pedir.
¿Acaso miento?
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