Saipov, el atacante de Manhattan, nunca levantó sospechas, dicen sus vecinos (NYT, 2017). Siempre se comportó de manera mesurada y amable. Es verdad, a veces mostraba un carácter explosivo, pero un rasgo así no es lo que hace a un terrorista. Le gustaba la ropa sofisticada. No era un extremista, afirma la gente que lo conocía. Tampoco era un religioso ejemplar. Llegaba tarde a las plegarias de los viernes. Tenía conocimientos muy básicos del islam. Su mayor apego a la religión se percibe apenas en los meses previos al ataque. Es más, “nunca aprendió la religión correctamente”, indica un imam. Pero eso sí, tras haber embestido su vehículo contra decenas de personas en la ciclopista al borde del Hudson, Saipov gritaba “Alahu Akbar”, “Dios es grande”. Su inspiración en ISIS ha sido confirmada por las autoridades. No estamos, explica el experto francés Olivier Roy, ante la radicalización del islam, sino ante la islamización del radicalismo. Tal vez. Pero ¿cómo se conecta psicológicamente la vida de Saipov con el ISIS de Siria e Irak? Y ¿cómo se conecta ISIS con el ascenso de Trump?
Roy elabora su investigación a partir de bases de datos con información de miles de jihadistas que han cometido atentados, o bien, que participaron en planes para llevarlos a cabo. El autor detecta varios patrones entre esos militantes y concluye que estos jóvenes, quienes no se sienten parte ni del país de sus padres ni de las sociedades receptoras, buscan un camino para rebelarse, un camino que otorgue sentido a sus vidas. Eso es lo que el jihadismo les ofrece. No obstante, la mayor parte de esos patrones se presenta en sociedades occidentales donde sólo se comete 2% de atentados en el globo, y no necesariamente describen a militantes que cometen el otro 98%.
Lo que sí parece haber es una serie de factores que conectan lo uno con lo otro. Los focos de mayor inestabilidad en el planeta, tales como Siria, Afganistán o Irak, se convierten en polos que atraen, física o psicológicamente, a personas ubicadas a miles de kilómetros de distancia. Además, hay toda una cadena de efectos que se detonan a partir de las circunstancias de violencia en esos territorios. Considere usted la ola de protestas de la Primavera Árabe y su impacto en el inicio de la guerra siria, sin la que es imposible entender la emergencia del ISIS que hoy conocemos y, por tanto, el ascenso del terrorismo desde 2014, con sus consecuencias de miedo generalizado.
Y cuando digo miedo generalizado, no estoy exagerando. De acuerdo con encuestas de 2016, un 79% de estadounidenses temía ser víctima de un ataque terrorista, número que aumentaba a 96% entre quienes indicaban que votarían por Trump. Ese miedo no explica completamente su victoria, pero sí una parte, y se ha convertido en uno de los mayores insumos de su línea discursiva. Desde su óptica, las amenazas vienen de fuera y deben ser contenidas cerrando fronteras. Prohibir la entrada a musulmanes es uno de los ángulos de esta línea. Pero la asociación de esos mismos temas con las otras amenazas, las que proceden del sur, así como la idea detrás de la construcción del muro, no son temas desvinculados; se nutren de las mismas fibras. Visto así, entonces, la inestabilidad en países “lejanos” como Siria, Libia o Irak, no puede ser entendida como algo ajeno a lo que ocurre en París, Londres o en Manhattan. Esa misma inestabilidad tampoco se encuentra desligada de asuntos que hoy nuestro propio país debe enfrentar, como el tener que lidiar con Trump y sus miedos. Formamos parte del mismo sistema, aunque no siempre nos demos cuenta.
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