El colapso de una sociedad puede resultar de una derrota frente al enemigo, que a su vez puede ser externo o interno. En México, y a partir del reembarque de la fuerza expedicionaria francesa en 1866, los grandes conflictos no han sido con el exterior.
Hoy, México es teatro de dos guerras internas: una armada y brutal, donde se toman pocos prisioneros, y que se libra en una decena de estados. Se trata de una guerra de las autoridades contra las bandas del crimen organizado, de las bandas entre sí y, a veces, de cualquiera de los armados contra los desarmados. Y al lado de esos encuentros y ejecuciones cotidianos, se desarrolla otra guerra, silenciosa, que viene de muy atrás pero que en los últimos cuatro decenios se ha agudizado. Se trata de una guerra entre las clases y que, por su dureza, está resquebrajando peligrosamente la de por sí no muy robusta solidaridad social mexicana.
Veamos el conflicto más evidente, el armado, desatado contra y entre las organizaciones de narcotraficantes con muchos “daños colaterales”. Su inicio se puede datar a partir de la “Operación Cóndor” en los 1970, con el general José Hernández Toledo al mando -mismo que fue responsable del operativo del 2 de octubre del 68 contra los estudiantes-, pero esa operación no resolvió nada y sí complicó todo. Esa lucha escaló espectacularmente bajo el gobierno de Felipe Calderón y su “Iniciativa Mérida” y no da señales de amainar. Las estadísticas son de pavor: en este sexenio y hasta julio del 2017 se tenían registradas 104,602 ejecuciones (Semanario ZETA, 03/09/17). La organización “Causa en Común” calculó que en 2017 los homicidios dolosos quizá superaron los 24,600 (causaencomun.org.mx).
Ahora, la otra guerra. En una tira cómica norteamericana muy vista, Doonesbury, de Garry Trudeau, uno de los personajes, Elmont, un homeless, es entrevistado por un conductor de radio. En el diálogo, Elmont, dolido, asegura que con la reforma fiscal de Trump ha estallado ya una Guerra Fría social y que, en los hechos, se ha levantado una Cortina de Hierro que aísla a los “fat cats” (súper ricos) del resto de la sociedad (Washington Post, 05/01/18). Ese diagnóstico cuadra perfectamente para lo que está sucediendo en Estados Unidos pero también en México y en muchas otras partes. La “mano invisible” del mercado que supuestamente distribuye de manera socialmente óptima los recursos disponibles, y que da más a quien más contribuye a la creación de la riqueza, siempre ha mostrado enormes fallas, especialmente desde la derrota del “Estado benefactor” y el triunfo del neoliberalismo. Y es que en la práctica la mano que mueve al mercado está muy determinada por la política, por una correlación de fuerzas que hoy, abierta y descaradamente, favorece a los que más tienen y más acumulan y que no necesariamente son los que socialmente más lo merecen porque más contribuyen.
Los miembros de nuestra cúpula gubernamental han acumulado una notable riqueza personal vía salarios desmedidos -el presidente de la SCJN, por ejemplo, recibe anualmente 4,658,775 pesos netos (huffingtonpost.com.mx, 27/01/17). La corrupción rampante permitió a un ex gobernador -el de Veracruz-, y según cifras de la Auditoría Superior de la Federación, desviar al menos 45 mil millones de pesos de dinero público (Proceso, 24/04/17). Y esas cifras son poca cosa comparadas con la acumulación de los grandes empresarios. Según calculó Gerardo Esquivel, cuatro familias han acumulado una riqueza equivalente a entre el 8% y el 9% del PIB. El resultado es que el 1% de los mexicanos con mayores ingresos se queda con el 21% del ingreso disponible (“Desigualdad extrema en México”, Oxfam México, 2015, p. 15). Sin embargo, el 56.7% de la población ocupada se encuentra en la informalidad, es decir, los empleos formales creados por las empresas de los grandes ganadores han dejado fuera a la mayoría, a los grandes perdedores. De
afianzarse en nuestro país la actual distribución del poder, la riqueza y las oportunidades -la esencia de la Guerra Fría interna del siglo XXI-, la estructura institucional
va a seguir perdiendo legitimidad y viabilidad en un entorno cada vez más violento y brutal.
En suma, México libra simultáneamente dos guerras socialmente desastrosas. De acuerdo con el INEGI, para el 61% de la población la inseguridad de su vida cotidiana es el principal problema que enfrenta el país (cifras de la ENVIPE 2017). Sin embargo, en un entorno cada vez más marcado por la creciente distancia entre las clases y entre la “alta política” y la vida cotidiana del ciudadano, la violencia y la corrupción contarán con un medio ambiente propicio para continuar su desarrollo.
Si tras las elecciones de este año los responsables políticos insisten en mantener las estrategias que se han seguido hasta ahora en materia de seguridad y de estructura de privilegios, porque “el mercado” y la corrupción endémica así lo imponen, su victoria puede ser pírrica. Militarizar al país y mantener la injustificable oligarquización de México es entrar en un callejón sin salida. La sociedad mexicana demanda -las encuestas lo dicen- un cambio sustantivo de las estrategias seguidas en nuestras dos guerras.
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