El día que llegué a Tamaulipas, tuve un recibimiento caliente. Luego de presentarme en la Zona Militar de Reynosa con el General en jefe, salimos en convoy para Matamoros, Tamaulipas. Íbamos como apoyo, para detener al junior de un capo que tenía un bautizo en el Hotel Residencial.
Personal de Consulado de Estados Unidos, -estaba a algunas cinco cuadras del lugar-, habían avisado de la fiesta. Y cuando los gringos meten mano, hay que actuar. Llegamos ocho camiones militares, 50 efectivos y 5 oficiales.
Nuestras órdenes eran rodear el hotel.
Eran más 10 hectáreas de edificios y jardines.
10 de la noche.
Sigilosa la acción. A medio camino, dieron la instrucción: -desde la Secretaría de la Defensa Nacional- recoger los celulares a mis hombres. No querían filtraciones. Sólo yo, sabía el lugar a donde nos dirigíamos.
Relativamente sencillo el procedimiento.
Ante el despliegue de fuerza –tanquetas, camionetas artilladas con metralletas calibre 50 y más de 150 efectivos- se entregaron los cabecillas y sus escoltas.
Detuvimos a todos los hombres. Mujeres y niños, quedaron aterrorizados, pero libres.
En ese momento, escoltamos a las personas aseguradas hasta el aeropuerto. Iban a ser puestos en manos de la Procuraduría General de la República, en la ciudad de México.
-Gracias Capitán-dijo el Coronel, responsable de la captura.
“Regrese a su base a Reynosa,” añadió.
Hasta ahí, nada más tensión.
El asunto cambió al regreso. Nos acercábamos al edificio de una aduana abandonada, cuando el vehículo guía anunció por el radio: vehículos y hombres extraños a 100
metros. Ordené apagar luces, parar motores y prepararse para el encuentro.
Los responsables de las calibre 50, quitaron cerrojos.
El metálico sonido, se fundió con nuestra adrenalina.
Nos recibieron con un disparo de RPG –un lanzagranadas de fabricación rusa- que como línea en llamas pasó a medio metro de nosotros. Estalló en un enmontado canal que corre paralelo a la carretera; se convirtió en esquirlas e iluminó fugazmente de azul, rojo y amarillo la impenetrablemente negra madrugada.
El segundo obús, le dio a la camioneta que iba en punta. Fatal el chingadazo: nos puso a merced de los agresores. El fuego en gigantescas lenguas, señalaba nuestra ubicación. Un francotirador enemigo, nos hizo varias bajas.
Eso ocurría en el primer minuto de la contienda.
Reaccionaron entonces, mis tiradores. El madrazo del RPG, fue un latido de corazón, ante el concierto y el daño de las calibre 50. En el segundo minuto del combate, humeaban siete trocas: una nuestra y seis de ellos.
La batalla, entró en su segunda fase: bajo la tenue iluminación de los vehículos incendiándose. Los acometedores, se replegaron al edificio; entendí entonces, que iban en retirada.
Las 50, seguían haciendo daño.
Otras 5 camionetas, fueron desechas por mis tiradores.
Pedí, un recuento a mis oficiales de nuestras bajas en medio de la refriega.
-¡Trece bajas Capitán! ¡Cuatro heridos y nueve muertos!.
Mi 45 no dejaba de enviar plomo.
Cinco cargadores se me fueron en menos de siete minutos.
Tres de mis soldados, llegaron tan cerca de los bandidos, que los doblegaron con media docena de granadas de fragmentación.
Más de quince vehículos llenos de facinerosos, huyeron hacia el poniente perdiéndose entre la oscuridad y las brechas.
Levantamos a nuestros caídos.
A golpe de luz de los camiones, recogimos los restos de los acometedores. Restos, es la mejor descripción. Los efectos de la calibre 50 son aterradores. Cuerpos partidos a la mitad; hombres, sin caja torácica; cada baja –las de ellos y las nuestras- parecían flotar sobre una laguna de sangre.
Desde ese día, parte de mi convoy es una ambulancia.
Recordé lo que dijo mi padre, cuando me enviaron a Tijuana:
-El noviciado, siempre duele hijo.
Tenía la cabeza gacha el Tizón.
-¿Qué pasó Tizón?-preguntó Armenta.
-No pudimos. Salió bravo el nuevo Capitán.
El humo del Benson, se instaló como brisa entre Armenta y el Tizón.
Más que enojado, el capo se veía sorprendido.
Soltó apaciblemente:
-Ya sabes Tizón: cuando el plomo falla, la plata lo remedia…