Ha sido muy refrescante observar a un presidente que es interpelado por la gente a su paso por pasillos y salas de espera en los aeropuertos y que se somete diariamente al escrutinio de las preguntas malas, buenas y regulares de periodistas y seudo periodistas que acuden a las mañaneras. Todos los días López Obrador escucha
a alguien que se queja de un parque infestado de vagos, un camino vecinal que quedó inconcluso, la polémica sobre una presa que se construye en Sonora,
la necesidad de aulas en un pueblo de Oaxaca, la corrupción de un funcionario de un municipio de Veracruz y un largo etcétera. A todos los casos el mandatario intenta dar una explicación, a veces con éxito y a veces sin él, pero la ofrece.
No obstante, comienzo a preguntarme si esta intensa micro administración, esta extraordinaria y loable atención
al detalle está en camino de provocar una dispersión en la gobernanza y peor aun, traducirse en una distracción para gestionar las prioridades, distinguir entre lo importante y lo urgente. Los problemas de México son tales que la atención y el tiempo del presidente
se convierten en un recurso escaso,
una cobija que al cubrir una zona necesariamente destapa otras. Definir cómo y en qué se aplica la voluntad política presidencial se vuelve un
asunto de Estado. Mirar solo el bosque sin entender el estado de los árboles, como hacían los presidentes anteriores, es tan grave como perderse todos los días en el examen de algunos troncos
en menoscabo de la comprensión del bosque en su conjunto, sus límites y su relación con otros. Sobre todo porque él se ha pasado treinta años recorriendo el terreno y conoce como nadie su realidad. Ahora tiene la posibilidad de hacer algo por ellos pero eso requiere más gobierno y menos baño de pueblo.
Hace unos días AMLO dijo que pretendía visitar todos los municipios del país si gana la consulta en 2021.
Una intención plausible, pero habría
que preguntarse a qué horas entonces gobernaría. Después de visitar diez pueblos en los que se han quejado de la falta de aulas, otros diez a los que no llega el agua, una docena de ejidos en
los que se advierte falta de créditos o fertilizantes, etcétera, lo que se necesita no es escuchar otra veintena de quejas similares o con algunos matices, sino irse a la cabina de control de la nave y abordar las complejas tareas de políticas públicas, negociaciones con grupos
de interés, finanzas y presupuestos, normas y leyes, para intentar resolver los problemas escuchados.
¿Exagero? El presidente dedica entre una hora y hora y media a las mañaneras. Es decir, un 10% de su día hábil. Si añadimos las horas que
pasa en aeropuertos y caminos en las varias giras durante la semana, estamos hablando fácilmente de otro 10%. En conjunto alrededor de un 20% de su tiempo. Eso equivaldría a casi 14 meses de su sexenio; es decir, poco más de
un año dedicado a pulsar, informar e informarse de lo que quiere “el pueblo”. Y, por lo demás, las mañaneras obligan al presidente a operar in situ como
si él fuese su gabinete y le llevan a atropellar las tareas y criterios de sus ministros. Además de que eso los trae azorrillados, entre menos tiempo pase “no delegando” menos tiempo tiene para hacer lo que solo él puede hacer.
En una columna escribí que tenían razón las élites cuando afirmaban que el presidente desconocía cómo funcionan los pisos superiores del edificio social
y económico (o en otras palabras, se pierde en Polanco), pero conoce como nadie los pisos inferiores en los que vive el grueso de la población. El problema es que para poder gobernar a favor de los de la calle tiene que pasar más tiempo convenciendo, venciendo o negociando en esos pisos superiores y para ello debe conocerlos mejor. Si no por otra cosa, porque la inversión privada es seis veces mayor que la del sector público y su peso en el PIB equivale al 75% . La tasa de crecimiento de 4% que ha ofrecido AMLO, ya no digamos de 2% que deseaba para este año, es absolutamente irreal sin la participación del resto de
los actores económicos nacionales e internacionales. Y eso, por desgracia, no lo va a resolver escuchando una vez más la legítima letanía, como lo ha hecho por décadas, de los que tanto han sufrido. Ahora toca hacer algo por ellos allá
en Palacio, en Wall Street, en el G20 o donde sea necesario ir. El diagnóstico ya lo tiene claro, lo que le va hacer falta es tiempo para resolverlo.
El presidente necesita sustraerse
un rato de su obsesión por el detalle, delegar la morralla del día a día y concentrarse en resolver la media docena de problemas más urgentes, esos que van a definir si su sexenio es un intento fallido o un cambio con éxito. Eso implicaría dejar de reaccionar a lo que dijo un columnista, la portada de Reforma o Carlos Loret en su noticiero. Eso no solo provoca pérdida de tiempo y atención, sino un enrarecimiento del ambiente y el desgaste propio de quien que se la pasa subido al ring.
Esto no significa aislarse (una mañanera a la semana sería más que suficiente), pero sí dosificar sus giras (las ha hecho muy onerosas en tiempo y desgaste) y concentrarse en desatorar lo que ha comenzado a atorarse. El arribo al poder de López Obrador es una oportunidad histórica, y sería una tragedia no haberla aprovechado.
@jorgezepedap