Hasta ahora se ha evitado, a veces por un margen estrecho, la guerra nuclear que podría destruir a la humanidad entera. Nuestra capacidad de autodestrucción es mayor que nunca y eso contribuyó a abandonar la fantasía inmoral de que con refugios nucleares podría salvarse una minoría. Tal vez saber que esos refugios serían inútiles aleja la posibilidad de tal catástrofe.
Pero el mundo parece deslizarse cada vez más hacia otro tipo de guerras. Están las que como mal chiste se llaman “de baja intensidad”, aunque larga duración, y con terribles impactos en decenas de millones de personas. Ocurren, solo para mencionar en las que predomina un componente internacional, en Afganistán, Irak, Palestina, Siria o Yemen. Esperemos que no se añada Irán a esa lista.
A continuación menciono el ascenso de las guerras comerciales. Han sido desatadas en su mayoría por Donald Trump, un pos neoliberal de derecha que busca disminuir
a martillazos el fuerte déficit comercial de su país. Su arma preferida son los aranceles a las importaciones de numerosos países. Pero hay países respondones.
China e India, por ejemplo, han reaccionado con sus propios aranceles a múltiples mercancías norteamericanas. Son conflictos que provocan reacomodos en la producción y en las cadenas de suministro. Las guerras comerciales buscan proteger
la propia producción y que las empresas destruidas sean las de otros países.
Diversos estudios vaticinan crecientes conflictos provocados por el cambio climático y los movimientos migratorios. En 2018 a nivel mundial 13.6 millones de personas tuvieron que huir de sus hogares debido a persecuciones y violencia. Se
han acumulado más de 70 millones de desplazados forzosos en el mundo. Ambas son cifras record. Otros huyen de la sequía, la erosión y el hambre.
No es de extrañar que cada vez más personas intenten, incluso con riesgo de sus vidas, llegar a Europa, los Estados Unidos o simplemente a un país vecino.
Hay otro campo de conflicto, menos visible y dramático en su actuar, pero de gran importancia. Es tal vez el causante principal de la inequidad que caracteriza al mundo. Se trata de las guerras cambiarias.
Mario Draghi, el presidente del Banco Central Europeo, anunció que estimularía la economía europea mediante, uno, la emisión de moneda para recomprar deuda gubernamental y, dos, la baja de la tasa
de interés de referencia. Su objetivo es impulsar la inversión y la demanda para alcanzar un mínimo de dos por ciento de inflación. Solo que también provocaría salida de capitales de Europa. Un efecto inmediato fue una pequeña devaluación anticipada del euro. Y Trump, furioso, acusó a Draghi, de provocar la devaluación para incrementar la competitividad de las mercancías europeas en detrimento de las norteamericanas.
Hay que recordar que, en décadas pasadas, cuando la potencia militar
y económica norteamericanas eran indiscutibles, los Estados Unidos obligaba a Europa y Japón a revaluar sus monedas. Así por contraste y sin devaluar la propia
moneda se elevaba la competitividad norteamericana.
La situación ha cambiado y Estados Unidos hace mucho que ya no tiene ese poder. Lo perdió sobre todo frente a China a la que acusa de manipular su moneda para mantenerla artificiosamente barata. Lo cual ha sido crucial en el desarrollo exponencial de las exportaciones chinas baratas.
Ya con anterioridad Trump había incursionado en un campo que le está vedado a prácticamente todos los poderes ejecutivos del mundo: influir en la política monetaria. Los bancos centrales de todo
el mundo son los verdaderos bastiones impenetrables del neoliberalismo. Trump no acepta la barrera y ha reclamado a la Fed,
el banco central de Estados Unidos, que anteriormente elevó la tasa de interés de referencia y encareció el dólar.
La verdadera sorpresa nos la ha
dado Elizabeth Warren, la candidata presidencial que ocupa el segundo lugar en las preferencias de los demócratas y que, en una de esas, podría alcanzar a Joe Biden, el puntero al que su conservadurismo le está provocando varios tropiezos. Warren en cambio destaca porque ante todo problema relevante propone un plan, una ruta de cambio y soluciones concretas.
Pues resulta que Warren ha publicado un plan de creación de empleos rico en propuestas y una de ellas es combatir la sobrevaluación del dólar, o sea hacer el dólar más barato. Una sobrevaluación que ha beneficiado a los consumidores y a los grandes conglomerados importadores de mercancías, chinas sobre todo. Pero que por otro lado destruyó buena parte de la industria norteamericana y obligó
a reducir los salarios de 80 millones de sus ciudadanos en sectores que compiten directamente con las importaciones.
En vez de múltiples y desgastantes guerras comerciales Warren propone atacar el problema de fondo; la sobrevaluación. De este modo se ubica como una radical pos neoliberal de centro izquierda. Su propuesta implica regular los flujos de capital e incluso se acerca a otra propuesta extrema: que la Fed genere dinero no para el rescate de grandes grupos financieros, sino para financiar, sin endeudarse, grandes inversiones gubernamentales en infraestructura y creación de empleo.
Estas posibilidades son vistas con horror por los grandes capitales prestamistas
que anuncian que eso generaría inflación incontrolable. Sin embargo, se han equivocado en el pasado reciente y es que
la ortodoxia neoliberal se muestra ineficaz para sacar al mundo del marasmo en que se encuentra. Lo que está en el fondo de la propuesta es un cambio substancial en el poder para conducir la economía en América del norte.
Que los Estados Unidos combata la sobrevaluación de su moneda sería muy positivo para México si en paralelo también abandonamos el esfuerzo de los últimos sexenios por tener un peso fuerte. Y si allá se logra destruir el monopolio de la creación monetaria que favorece a los grandes capitales; aquí de refilón encontraríamos una opción que podría permitir reactivar la inversión y la economía.