19 diciembre, 2025

19 diciembre, 2025

Las monjas perdidas del vicentino

CRÓNICAS DE LA CALLE

Cuando pasas por ahí por el 22 Allende, todavía eres aquel niño que miraba para arriba y veía las torres altísimas que terminaban en punta y luego bajaban en una gran ola para terminar en otra punta, como un vestido largo y bonito en la entrada principal del edificio.

Y es un hermoso edificio el que ocupa hoy el Museo de historia de Tamaulipas. Tan es así que cuando lo visitó la crítica de arte Bertha Taracena lo apreció como joya arquitectónica, si hablamos de esta parte del noreste.  

Cuando pasas por ahí eres el niño que de cincho pregunta qué es eso de «troneras» cuando ves los pequeños cuartos ovalados que sobresalen a las paredes con un soldado adentro, dijo tu padre. Y te imaginas soldados pertrechados y en un descuido te asomas por los agujeros y te arriesgas a un disparo y no hay nadie, descubres por primera vez la soledad de la historia y un envase de coca cola.

Y te dicen que atrás está la cochera para carruajes tirados por caballos y buscas las piedras, los chasquidos de las llantas, el sur de la calle por donde te imaginaste que se ha ido el aire con los bufidos de las bestias. Y si, ahí está todavía el espacio, pero hoy es un amplio y moderno estacionamiento. ¿A donde se habrán ido los caballos?

Todavía hay sillares arrumbados que duraron años en los patios y te asomas otra vez niño y ves el heno del viento entrar y salir por las puertas, quedarse adentro a respirar el aposento de las voces de las monjas y los soldado corriendo, haciendo ruido, comiendo, enfermándose, sanándose a sí mismos.

Hoy en día en el 22 Allende hay un museo, pero otro día fue asilo de monjas vicentinas. Esto era porque adoraban a San Vicente. De esas paredes que prevalecen se cuentan leyendas increíbles y uno imagina las sombras de las monjas traspasar las paredes gruesas de sillar, cruzar los patios y meterse por algún espacio del techo a dos aguas.

Por las noches se han de haber salido los fantasmas y no volvieron de la ultima borrachera por donde se fueron remisos y anticipados. Por ahí había vida, bares pequeños que tuvieron sus días de gloria cuando el edificio fue cartel militar, el barrio completo fue otra historia teniendo a los vecinos como soldados y viceversa. Hubo oficiales que se casaron en este barrio.

Todavía si te olvidas del tiempo y del mismo museo y te quedas solo en medio de la nada a media noche  y dejas pasar el sonido, escuchas un despacio de rezo, un conjunto de voces que adoran a San Vicente y piden por el pan nuestro de todos los días. Y quieres correr y no tiene caso, estás rodeado de edificios gigantescos cuyos moradores se resisten a contar sus netas del planeta. «Cuénteme la historia señora», le dices a la primera que viste y corres de nuevo a ser el niño que ves. Las señoras no existen.

El edificio todavía conserva el estilo arquitectónico que lo caracterizó, pero antes de la sencillez la aglomeración de datos confunde un espacio que merece más respeto. Los objetos, los mismos eventos y hasta el personal del mueso sacuden el inmueble.

Cuando se va a uno de esos sitios se siente la nostalgia por lo viejo. Y hay veces que la pintura o el exceso de personas contaminan el legado. Pero no importa, espías otro día y te presentas. Hubieras preferido que los colores que bañan el edificio se salieran un poco del sobrepuesto estilo clásico colonial, pero decides que es normal que esto suceda. No son complacencias. Muchas veces es cosa de presupuesto.

Sin embargo aun hay huecos de la historia de esos pisos, de la fortificación que fue, pues su edificación amurallada protegió a muchos de sus más crueles batallas, las de la guerra y las del hambre.

Luego de su ciclo como asilo, el edificio se utilizó con fines militares hasta que estos armaron su propia infraestructura. Pero los soldados no eran muchos, según las instalaciones. Puedes adivinar que serían unos 300 cuando mucho, con todo y caballos y carros de guerra. Los primeros que llegaron debieron ser esos los de la foto, de todos los tamaños. Los oficiales salían debido al intenso calor a echarse unas «chelas» y a presentar sus respetos al pueblo bueno.

Los domingos marchaban los chavos de 18 años. Así que iban llegando al cuartel de uno por uno y con el pelo a ras del pasto. Un día preguntaron que quién sabía manejar y uno levantó la mano. Y el soldado le dijo bueno, «porque quiero que te lleves esa tierra en la carretilla, manejar carro y carretilla ha de ser lo mismo».

De todas maneras mucha raza recuerda ese cuartel porque ahí hicieron el servicio militar y los sacaban a correr por las calles con un fusil  de a de veras. Corrían por el 17 y por la de Carrera Torres arrojando consignas castrenses que solo aquellos valientes que son testigos oculares de los hechos lo saben. Había desmayados.

Tal vez el edificio de tan moderno se haya pasado al otro lado del futuro inexistente. Tal vez haya que quitarle algo de tiempo y volverlo presente, como nosotros. O quitando algunas piezas del museo y el aluminio de las mamparas que anuncian algo que no sucede. O de plano dejar el edificio solo y su alma, para que vuelvan las voces y las risas de las monjas.

De las monjas se sabe poco, pero contaban la historia de un túnel que conectaba el asilo con la estación del tren y el palacio municipal en el 17 hidalgo, que antes fue del gobierno.

¿Pero las monjas dónde andarán?¿Y los soldados, y el tiempo?¿ Y las historias? En qué túnel podríamos recuperar ese silencio perdido y aprender que los museos más que de nosotros son del  espíritu.

HASTA PRONTO

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