Hay días que se parecen al domingo
y no lo son. Pero no hay como el
domingo. ¿Quién inventaría los domingos
así como los conocemos? Con sus
calles desérticas, su suelo limpio y como
descansando del paso de la gente; con la
semana a cuestas rodando en un pedazo de
papel, con el padre nuestro que se escucha
cerca de una plaza.
Alguien vivió en la segunda planta de
una casa y desde ahí vio la calle todos los
días, la plenitud del centro de la ciudad, la
calle Hidalgo vacía.
Se han recogido las paredes del suelo,
pero quedan los vasos sueltos del sábado.
El viento lleva estas horas por los edificios.
Las bancas son un refugio del día para
el césped donde juegan el parque y los lagos
artificiales, para el bochorno que anuncia
la lluvia y los vendedores de agua que
no se apuran.
Desde el centro de la ciudad también se
ve la montaña enorme que sostiene a las
colonias marginadas del poniente en sus
colinas. La mañana se va en pequeños desvanes
de humo que sale de los almuerzos.
Y la ciudad resbala lentamente al oriente
donde sobre un llano avanza la ciudad del
futuro.
Por esos barrios ya hace mucho que las
señoras barrieron las calles y el patio y regaron
un pequeño pino que les quedó en
medio. Y lavaron 70 vasijas y consumieron
el aire fresco todo, que ahora es un sopor
callejero.
El domingo es ligero el tardío tráfico citadino,
se puede hablar con las personas y
quedarse un poco a respirar el silencio de
las palabras que no se dicen , pero se piensan.
Podría quedarse uno el domingo toda
la vida.
El domingo es un espectáculo gratuito.
Abres la puerta y estás en las graderías inmensas
de la vida. El sol como no tiene otra
cosa que hacer se pasea en los parques con
los más chicos, se moja el cabello amarillo
con el agua de los ríos más cercanos y en
las albercas. Hay domingos tristes abajo de
una almohada sin levantarse. Hay ríos subterráneos
de historias que pasaron de uno
al otro lado del Río San Marcos y la gente
las lleva y las trae en la memoria no escrita,
en una historia chiquita, en la Ifigenia cruel
de la ciudad perfecta.
El domingo el claxon se escucha más
temprano y más tranquilo. No trae prisa el
fulano o la fulana. ¿Se acaba de levantar la
señora o qué pasa? Y nadie contesta, sólo
el perro que pasa por el fondo de una solera
distrae la mirada.
El domingo hay torneos deportivos,
gente corriendo o haciendo que corren para
la foto. Todos son expertos y eternos, se
vieron correr desde que nacieron. Unos son
campeones mundiales, otros son más que
eso, le han dado la vuelta al mundo dos veces
en el tartán del estadio.
Otros van a aventar el bofe como la raza
les dice, se les nota desde lejos la oscura
cicatriz que deja la cerveza, la inevitable
mueca que trae un crudo en la cara.
Dan dos vueltas a la pista y si les preguntan
llevan un chingo de vueltas pero nunca
las cuentan. Luego ahí los ves tendidos en
una sombra recuperándose de una muerte
segura.
El domingo es una fotografía de la esquina,
un sol relumbrante distinto, sonriente,
como la gente. Es un parapeto de aves
en los árboles que inventaron las sombra.
Señoras y señoras que conversan en la antesala,
en el vestíbulo, en los lavaderos de
ajeno.
Hay días que son domingo y no quisieras
que terminara. Pero el domingo si lo piensas
es siempre, cuando menos acuerdas ya
es domingo, ya es la fiesta, ya es la cita, ya
te toca, ya saliste a la calle, ya fuiste a la
iglesia y volviste y tienes toda la tarde para
volver a correr, jugar y hacer desmadre
como dice una niña en un video que se hizo
viral en las redes sociales, nada más que
ella lo hizo en la escuela.
HASTA PRONTO.