En 2010 hice una visita a España para
entrevistar a protagonistas de la
transición 1975-1978. En México
ese proceso no se había analizado a fondo
porque se tenía la percepción de que España
con Franco era una dictadura y el régimen
del PRI se asumía como un modelo
autoritario sin oposición real.
De todos modos, la transición española
fue vista en México como el tránsito pacífico,
pactado y liderado por el franquismo
en retirada. Y lo que más llamó la atención
como propuesta de pacto transicional
fue el proceso conocido como los Pactos
de la Moncloa: un acuerdo de reforma de
las instituciones del Estado que tenían que
ver con seguridad y desarrollo.
Aún ahora, a más de 40 años de distancia,
los Pactos son referencia directa
con la transición que catapultó la modernización
económica y productiva y reorganizó
las posibilidades de la nueva sociedad
que venía empujando al autoritarismo
de Franco. Recuerdo que en 1994, poco
antes de ser asesinado, el líder priísta
José Francisco Ruiz Massieu que estaba
designado como secretario de Gobernación
–una mezcla de Ministerio del Interior
y de Vicepresidencia política del régimen
priista– me había comentado que
en su segundo pensamiento de sus acciones
estabas la transición española 1975-
1978 que había estudiando a fondo. En esa
charla me dijo una frase muy a la mexicana
que apelaba a su formación priísta tradicional
y su vocación transicioncita:
– Las transiciones las hacemos los dinosaurios
–afirmó refiriéndose a Adolfo
Suárez, el secretario general del Movimiento
franquista como pivote de la transición
a la democracia.
En el lenguaje político mexicano, un
Dinosaurio es un político del viejo régimen.
Y debían ser justamente los viejos
personajes del régimen priísta los que debieran
conducir la transición mexicana.
No fue así. La convocatoria a la transición
española de 1975-1978 se hace aquí para
ilustrar los problemas político-electorales
de España para formar un gobierno estable.
A reserva de verlo in situ, desde lejos
se percibe una disputa por el poder entre
élites políticas, no un entendimiento de
la dimensión de la crisis por –hasta ahora–
el agotamiento del modelo económico
de los Pactos de la Moncloa.
Al parecer los políticos españoles no
tienen la frialdad para ver que la crisis social,
la marginación, las dificultades de los
niveles de vida medios y bajos y el escaso
crecimiento económico son consecuencia
del modelo de desarrollo de los Pactos
de la Moncloa. Europa se encuentra
en un proceso de modernización productiva
que está exigiendo una reformulación
de los procesos de producción de bienes y
servicios.
El punto clave de la economía se encuentra
en un concepto: competitividad.
Y la respuesta a ese desafío se localiza en
tres variables concretas: educación, tecnología
y reconversión industrial. En los
seis principales líderes españoles aspirantes
al gobierno –Pedro Sánchez, Pablo
Iglesias, Albert Rivera, Pablo Casado,
Santiago Abascal y de pronto Iñigo Errejón–
se perciben propuestas de programas
asistencialistas para atender sectores
marginados de los beneficios del desarrollo,
pero no se advierte un diagnóstico
de las razones de esa marginación: no es la
crisis, sino la capacidad de producción y
sobre todo la demanda agregada de sectores
que carecen de recursos para estimular
la economía. Y en lugar de buscar mayor
crecimiento, la salida tangencial populista
–sea conservadora o progresista– es la de
dar recursos directos a los ciudadanos.
Las campañas electorales para elegir gobierno
el 10-N se están centrando en una
crisis elitista de disputa por el poder; es
decir, en llegar a la Moncloa. Pero hasta
ahora todos los aspirantes están ofreciendo
decisiones voluntaristas de gasto presupuestal
para el elector; nadie ha presentado
un diagnóstico del carácter de la crisis
económica. Pero todos están magnificando
asignaciones presupuestales para conseguir
votos, no para definir un modelo de desarrollo
que permita crecer para distribuir.
Y para colmo, Sánchez ha tratado de
posicionar de nueva cuenta, 44 años después,
a Franco en el centro del proceso
electoral, cuando ni siquiera existe el
franquismo. El problema estará cuando el
electorado comienza a cruzar la figura de
Franco con el desorden político actual y
entonces los arrepentimientos sean tardíos
e ineficaces. Sánchez no es Suárez, ni el
PSOE es UCD, ni España 2019 es la España
1975 de las pesetas y los duros.
El problema de España no es la democracia,
sino la falta de bienestar por un desarrollo
bajo. Hacer campaña con banderas
de presupuesto asistencialista podría
ganar votos, pero no le daría a España una
salida a corto plazo en materia de modelo
de desarrollo productivo y distributivo. Ya
se ve en promesas que implicarían reajuste
presupuestal, aumento de circulante o mayor
impuestos para darles a unos a costa
de otros. La mejor política fiscal es la que
deriva del aumento de la producción-recaudación,
no la que amenaza quitarles a
unos para dárselos a otros.
La crisis económica del 2008 se encaró
con un ajuste controlado y diez largos
años de crecimiento abajo de las necesidades.
La globalización ha implicado mayor
apertura de fronteras comerciales y menor
integración de cadenas productivas a
escala. Los gobiernos han abandonado la
educación, la ciencia, la tecnología, las facilidades
para la producción, la reconversión
industrial. La mano de obra se prepara
sin protección para la robotización.
Cuando regresó Perón avejentado al
poder, le preguntaron a Borges qué esperar
del peronismo. Y su respuesta, lacónica,
fue: “nostalgia”. En medio de la crisis
actual, parece que España ve al pasado de
la transición con nostalgia.