Bajo la sombra de la noche escribo el anuncio de tu nombre y tú entras evadiendo el timbre de la puerta, te vuelves accesible en todas las partes de la casa.
Nítidamente puedo hablar contigo y poblar el vacío en que los vecinos vieron a un hombre solitario hablar consigo mismo. Lamento decir que era yo a las 12 de la noche leyendo tu carta. Al otro lado de los muros todo es silencio y con tu carta haz de cuenta que hace rato también entraste tú con tu cabello liso y llano a platicar conmigo.
Al otro lado de la taza del café donde pongo también la mano puedo observar que te miras al espejo suavemente y perfilas el rostro en el ángulo perfecto mientras me hablas.
Como un dibujo vas acelerando tu figura en el aire y voy leyéndote. El aire va doblando tu pelo, tu ropa, tus costuras. Con un trazo largo tocas las comisuras de tus labios con el color rojo y luego espolvoreas el color violeta desvelado de tus ojos oscuros. Y me miras.
No vi a qué horas llegaste. De haberte notado habría salido a recibirte con el alma en un hilo, colgando del techo de esta casa. Nadie espera al cartero en tiempos de correos electrónicos. Muchas veces creo escuchar el silbato acuoso y lleno de tierra del viejo cartero y no es falso que viene desde la infancia. Debes saber que desde que me llegan tus cartas he olvidado cuánto tiempo has estado aquí conmigo y prefiero no saberlo. El tiempo es un agregado cultural que me estresa.
Ha de ser que acabas de llegar tú, siempre nueva, con calles caminadas en la ciudad de otras palabras. Me asomo por la ventana y parece como si estuviese amaneciendo. Pero sé que es el resplandor de tu cuerpo visto así de lejos. Es el reflejo del sol en el texto.
No tardo en saberte en el trabajo, en imaginar tu falda y tus pasos largos. No tardas en decirme lo que dije y yo a renglón seguido decirte lo que me dijiste. No tengo esas faltas a la escuela donde estudió tu vida. Y voy sabiendo dónde te juntas y quiénes son tus amigas. Todo lo pones en ese espacio.
Me cuentas tu vida y nunca tienes prisa por saber la mía, como sin la adivinaras, como si no quisieras saberla pues ya es más tuya que mía.
Abajo de la puerta encontré esta carta que ahora leo como si otra persona la leyera, como si hiciera mucho que no leyera una carta. La leo como si yo mismo la escribiera, la leo y te veo aquí cerca abajo de la lámpara dictándome, escucho tu voz en la nostalgia viva, en tu letra manuscrita.
Tú escribiste y yo leo como escribiendo, como pasando la lengua por un timbre, como enviando en un sobre, como buscando tus calles, tu dirección inefable, como el cartero tranquilo que todavía extinto siendo el último pregunta por ti y por mí todas las tardes. Con la llanta ponchada de la bicicleta por la Colonia Obrera, con la ocarina insaciable entre agudas y graves piedras, todos los días me entrega una de las cartas que no entrega.
Escribiste esta carta y la hallé abajo de mi puerta junto con los rayos del sol y el polvo esparcido en el aire invisible del microcosmos. Sé que es de tu puño y letra y que alguien borró la esquina del remitente por accidente.
Escribiste esta carta y entraste por la puerta como todas las días en que me escribes y yo leo como un oleaje cómo te fue, cómo es que te ha ido, cuándo vas a venir, a dónde, con quiénes estás y con quiénes has estado.
Pero hoy entraste sin avisar y debo confesar que me asustaste. Ahora que puedo rodear tu cintura y acercarme más a tu rostro pude empezar de nuevo a creer que todo esto ha sido cierto. Te escribo esta carta con la que te contesto.
De todas maneras donde quiera que estés que hayas escrito. Te mando esta carta para acusarla de recibida.
Y para decirte que te la agradezco antes de que venga alguien y pregunte por ella, y por otras cartas que el viejo cartero ha dejado por error abajo de mi puerta.
HASTA PRONTO.