LA VISITA
13 DE JUNIO DE 2009
¿ALGUNA VEZ HAS FUMADO MARIHUANA?
Lo dijo después de un
largo silencio mientras apagaba
su cigarrillo en el cenicero repleto
de colillas. La humedad del lugar,
poco a poco, se lo había comido
todo; las paredes, el techo, el suelo,
hacían notar el abandono en el
que se encontraban sus residentes,
los presos. Pedro arrebató el
encendedor de mi mano; prendió
otro más. El humo, del último cigarrillo,
aún nos abrazaba, inmóvil,
al igual que Pedro no sabía por
donde escapar. «Dijeron que eran
cosas de marihuano, y pues di positivo
pero dos toques no lo hacen
a uno alucinar; no son hongos… Yo
no la maté. Yo no maté a Dolores,
ella me cayó del cielo, me están
cargando un muerto que no me
pertenece». Una y otra vez lo dijo
aquella tarde. Lo repitió hasta el
cansancio. Pero no me lo decía a
mi ni al guardia que nos acompañaba.
Lo decía como quien habla
para no olvidar, para saber que no
lo ha inventado; para no perder la
fe. Vi como le temblaba la mano
que sostenía el cigarrillo, vi como
su cuerpo se estremecía de miedo
o de ira. Lo único que pude ver esa
tarde a fue a un animal desvalido.
UN ASUNTO DE FAMILIA
NOVIEMBRE 1899: MÉRIDA,
YUCATÁN.
Salvador estaba pensando.
Tras beber un trago seco de
brandy de su nalguera, se había
sentado en una banca recién
instalada en el Paseo Montejo. A
pesar que la avenida aún no estaba
terminada notó las diligencias,
la ropa de sus habitantes, las
farolas…el esplendor de toda una
ciudad en una sola calle. Y pensó
o tal vez creyó que los pájaros
siendo los mismos que los de su
tierra cantaban más bonito.
Mientras pensaba bebió lentamente
del brandy. Parecía que
el alcohol aunado al metal y al
mezclarlo con la saliva adquiría
un sabor ahumado que lo hacía
reflexionar con mas claridad.
Quizás por eso lo retenía más
tiempo en su boca.
A la vez que daba pequeños
tragos de brandy, pensaba en lo
que ocurrió hace poco menos de
una hora.
Antes de sentarse en aquella
calle que le causaba envidia,
había ido a la hacienda de Yaxcopoil
donde vivía Donaciano
García Rejón, dueño del mayor
plantío henequenero de Yucatán;
le dijeron que él era el único en
autorizar la venta de vástagos del
oro verde en la región.
Cuando Salvador llegó a la regia
puerta de Yaxcopoil se sintió tan
pequeño como un niño desamparado.
Lo recibió Isidoro el capataz
de la hacienda. Estaba sorprendido,
pues ya lo esperaban. El rumor de
su llegada había corrido rápido;
un fuereño andaba en busca de la
compra de henequén.
Lo hicieron pasar al salón de
visitas; se asombró del techo
tan alto al igual que una iglesia.
Isidoro dijo que se sintiera
cómodo y esperara un momento
a que llegara su patrón. Los muebles
eran de roble y terciopelo
rojo. Decorado con cuadros que
seguramente serían de pintores
prestigiosos.
Se oyeron unos ruidos al otro
lado provenientes del crujir de
las escaleras, y al cabo de un rato
entró un señor calvo y bigote
grueso, largo, azabache. Cerró la
puerta del salón y se dirigió a una
sillón semejante a un trono.
Salvador, cuyos ojos no habían
visto nunca tanta elegancia como
la de aquel señor, ni el propio gobernador
de su tierra desbordaba
tanto poderío y seguridad, hizo
que por un momento se quedara
petrificado ante la seña de
Donaciano diciéndole que tomara
asiento. Sorprendido a tal vigor
no supo que decir.
—Se a que vienes niño. La
respuesta es no. El henequén no
sale de Yucatán. ¿te puedo servir
en algo más?
De forma atropellada lo único
que pudo decir:
—Bueno…Pero, pero todavía no
me ha escuchado, buen señor —
tras lo cual se le destrabó la lengua
—Soy Salvador Zorrilla y estoy dispuesto
a que usted ponga el precio
por los vástagos, dígame usted cual
es, Don Donaciano, y yo se lo traeré
mañana. Debe de aprovechar esta
oferta que le hago.
Donaciano sonrió y dijo:
—No, no…creo que no has
entendido. El que decide que
hacer con la planta soy yo ¿Crees
qué un niño de apellido sin clase
y fantoche venga a decirme lo que
debo hacer y lo que es mejor para
mi fortuna? Se te ha olvidado
quien soy yo muchacho, a ti y a
Bernardo, tu tío, y a toda tu familia
de mangurrianes. No vuelvas a
embarrar de mierda mi casa con
tus sucios zapatos. Ahora, ¡largo!
Él todavía tenía esa sonrisa
clavada en la cabeza como un
machete. Aún tenía frente a su
mirada la pose déspota del yucateco
yucateco
observando su traje como si
se tratase de harapos.
Salvador viajó a Mérida desde
el puerto de Tampico por órdenes
de Don Bernardo Zorrilla. El encargo
de su tío era claro, traer la
mayor cantidad de vástagos para
sembrar henequén en Tamaulipas
en las tierras de la familia
Zorrilla; y si no los traes olvídate
de regresar, olvídate de todo. Salvador
respetaba a su tío, hombre
de mano dura que temía más que
a la propia ley. Tal vez su tío lo
envió a una misión imposible que
no existía regreso por eso lo envió
a él, o tal vez era una prueba que
le imponía Don Bernardo; aunque
en ese momento fue incapaz de
escudriñarlo claramente.
Fueron tantos kilómetros recorridos,
tantas horas esperando el
día para que en sólo diez minutos
lo corrieran de la hacienda Yaxcopoil
e irse con las manos vacías.
Ese señor lo había tratado como
a un niño ¡Un niño! pero él es un
hombre ¡Un hombre! Y es bien sabido
que los hombres tienen que
defender su honor, más cuando
la familia está de por medio; ellos
no eran ningunos campesinos ni
indios que el pudiera tratar de esa
forma; de burlarse de ellos en su
cara ¡Justo eso era lo que le dolía!
¡Su honor como Zorrilla! Al menos
se hubiera defendido.
Mientras pensaba, tenía la
boca llena de licor. Le ardía la
lengua y esa sensación le gustaba,
sentir en las comisuras de los
labios el alcohol impregnado. Su
estrecha frente se llenó de pequeñas
gotas de sudor que se movían
entre las arrugadas de su cara
contraída de rencor. Ultrajaron su
apellido, su virilidad.
De pronto se dijo a si mismo
que él también era un descendiente
de español, un hijo
hacendado que pronto heredaría
extensos terrenos. Había ido a la
hacienda de Donaciano solamente
a que se burlara de él, de su
familia, que lo trataran igual que
un simple campesino. Entonces
comenzó a convencerse que había
sido una autentica ofensa.
—¡El muy desgraciado estaba
sonriendo! —no dejaba de
murmurar Salvador en el Paseo
Montejo. «A ti y a Bernardo, tu
tío, y a toda tu familia de mangurrianes
» esa frase se le enterraba
en el pensamiento como lluvia
de flechas; «además, esa pose en
aquel sillón ¿Qué acaso se creía
un dios? Tengo veintiseis años, y
ante un hombre de veintseis años,
no se le agravia a su familia»
Los músculos se le tensaron;
enfadado arrojó un escupitajo de
brandy, que dejó en la acera un
dibujo similar de un henequén
sangrante. Se levantó y se fue
caminando un largo trayecto por
el Paseo de Montejo. Salvador sabía
lo que tenía que hacer ahora,
si tan sólo no lo hubiera hecho,
yo, Dolores, nunca narraría esto.
Todo está conectado; por eso la
culpa es de Dolores.




