Morirse de algo que no sea el
coronavirus parece casi de mala
educación, dice un tuitero en
España (Alberto González Vázquez) y no
anda errado. Ahora mismo al anunciarse
la muerte de una celebridad, algo de
glamour pierde cuando se añade que
sucumbió por razones ajenas al Covid-19.
Ironías aparte, el tuit entraña una reflexión
de fondo. Los mexicanos se siguen
asesinando a razón de 90 por día y las
enfermedades vinculadas a la insalubridad
se llevan a miles cada 24 horas en el
mundo, pero esas “minucias” han dejado
de contar en las noticias, no inquietan a la
opinión pública y hace mucho que cesaron
de incomodar a la conciencia moral
de Occidente. ¿Quién escucha cuando nos
dicen que cada año más de 200 mil niños
mueren de diarrea viral porque no tienen
agua potable?, pregunta el filósofo Markus
Gabriel, ¿por qué nadie se interesa por
esos niños? Entre otras razones porque
esos niños no mueren en Europa. Han
fallecido 20 mil personas en el Primer
Mundo por el Coronavirus y no hay manera
de desestimar el daño. El dolor que
la repentina pérdida deja entre familia
y amigos es inconmensurable. Y desde
luego, no solo preocupa la magnitud de
la tragedia sino el corolario, que podría
culminar en millones de víctimas. Las
grandes potencias están en su derecho
de hacer todo lo posible a su alcance para
intentar detener la pandemia.
Solo habría que estar conscientes
de que la medicina que han decidido
auto administrarse irradiará calamidades
impredecibles para el resto del mundo. La
decisión radical de los países europeos y
ahora Estados Unidos de cerrar sus economías
a cal y canto provocará una debacle
económica de proporciones inéditas. Para
esos países se traducirá en una depresión
que les llevará un buen rato compensar.
Aunque eventualmente lo harán. Pero
otros no. El tema para los países pobres
es que la pandemia habrá de agregarse
a jinetes del Apocalipsis que ya habían
llegado antes y las medidas que ahora se
han tomado unilateralmente no harán sino
empeorarlo.
Solo para poner las cosas en perspectiva:
la diabetes mata a 1.6 millones de
personas cada año, el cáncer en las vías
respiratorias otros 1.7 millones y las enfermedades
diarréicas 1.4 millones, según la
Organización Mundial de la Salud (cifras
de 2016). El año pasado murieron de gripe
medio millón de personas.
La mitad de las muertes en el hemisferio
sur, es decir decenas de millones
de personas cada año, obedece a causas
vinculadas a la pobreza (desnutrición,
insalubridad, tuberculosis, enfermedades
trasmisibles). En los países ricos este tipo
de padecimientos solo causan 7 % de las
defunciones, señala el mismo reporte de la
OMS (https://bit.ly/3dB5w7q). El parón en
seco de la economía en las metrópolis será
un tsunami que provocará devastadoras
olas sobre la precaria situación de miles de
millones de personas en el planeta. O como
ha dicho el primer ministro paquistaní, si
cerramos las ciudades los salvamos del
Coronavirus pero los matamos de hambre.
O, en otras palabras, habría que cuidar que
no termine matando a los que no infecte.
Los jefes de Estado de las potencias
actuaron en función directa de sus intereses
electorales, desesperados por ser percibidos
como los más responsables de proteger de
manera inmediata a sus ciudadanos. Lo
más urgente era tomar decisiones, después
se vería el impacto que estas decisiones
tendrían para sus propios gobernados al
mediano plazo. Pero lo más grave es que
decidió, cada cual, apertrecharse en su
propia casa. Nadie vio por el vecindario, ni
siquiera dentro del barrio mismo de vecinos
ricos, mucho menos contemplaron lo que
sus decisiones terminarán provocando
en África, Asia y América Latina. Uganda,
cita The Economist, tiene más ministros
de Estado que camas de cuidado intensivo.
Ahora mismo las potencias compiten
para arrebatarse entre sí los respiradores
y las mascarillas que pueden arañar en
el mercado mundial. Tendrían que haber
intentado una acción coordinada para producir
lo más urgente para todos, de acuerdo
a las ventajas comparativas de cada planta
industrial y en función de las necesidades
planetarias. La pandemia es mundial, la
defensa también tendría que serlo. Lejos de
ello, muchos de estos países han impuesto
regulaciones para impedir la exportación
de equipo médico a otras naciones durante
la crisis.
El problema es que vivimos tiempos
planetarios, no nacionales. El virus mismo
es un fenómeno global y una frontera tras
otra ha sido inservible para contenerlo. La
miseria a la que puede condenarse a la otra
mitad de la población, las hambrunas, las
enfermedades, la inestabilidad política, las
inevitables emigraciones y los campos de
refugiados, no pasan por su mente, aunque
pasarán por su porvenir. Los árabes y subsaharianos
que hoy habitan los barrios bravos
de París, Londres o Marsella son hijos
del colonialismo. La violencia y la disolución
social que aqueja a Europa abreva en lo que
las metrópolis hicieron hace doscientos
años en las tierras que espoliaron. Y eso era
antes de la globalización.
Hoy intentan salvarse solos, aunque
para hacerlo tengan que ignorar lo que
sus acciones provocarán en las economías
desprotegidas. Durante décadas la
globalización convenció a los países pobres
de la necesidad de abrir sus mercados y sus
tierras porque lo de hoy era la interdependencia.
Ahora rompen unilateralmente las
cadenas productivas mundiales a la voz de
un “sálvese quien pueda”.
Para su desgracia la globalización
no es un switch que pueda conectarse y
desconectarse a voluntad. Los países ricos
se han contado una ficción a sí mismos,
pretendiendo vivir en un mundo que ya no
existe. Cada nación ya no es una casa sino
el camarote de un buque llamado Tierra.
Un virus gestado en un mercado de Wuhan
corre por las venas de Boris Johnson en el
10 de Downing Street en Londres. Esto no
es más que el principio. En las próximas semanas
México tendrá que tomar decisiones
claves. AMLO ha argumentado ante el G20
la necesidad de hacer algo que contemple
también a los que menos tienen. Ojalá
pueda ser entendido por los que más tienen,
dentro y fuera de México.