Se dice que tras lo peor de los
contagios y el confinamiento
transitaremos lentamente hacia
una nueva normalidad. Es decir
que habrá cambios permanentes
en nuestros comportamientos,
precauciones, maneras de trabajar
y estudiar y relacionarnos con los
demás.
Es en este mismo sentido que
hablo de una nueva economía.
No regresar a la situación previa
es al mismo tiempo necesidad y
oportunidad. Necesidad porque
lo anterior llevaba tiempo
trastabillando. La producción básica,
la alimentaria, se descuidó al punto
de que alrededor de la mitad de
nuestra comida es importada; el
campo dejó de ser un espacio de
trabajo y vida dignos y millones
de mexicanos tuvieron que salir al
extranjero para sobrevivir ellos y sus
familias.
Se destruyeron los avances de
hace décadas para contar con una
industria diversificada, abastecedora
del mercado interno, y competitiva
en el plano internacional. Nos
globalizamos con una industria
muy concentrada, extranjerizada,
de ensamble de piezas importadas
y enfocada en la exportación para
un cliente prácticamente único; los
Estados Unidos.
Las rutas del desarrollo rural y
urbano nos condujeron a callejones
sin salida. Se sustentaron en la
reducción de salarios reales y el
empobrecimiento mayoritario y
dieron lugar a uno de los países
más inequitativos del planeta. Se
alegó que de alguna manera eso era
necesario para ser competitivos,
crecer y, en algún futuro idealizado,
vivir mejor.
Fue una falsa promesa los pocos
focos de producción globalizada y
competitiva son enclaves extranjeros
y consorcios nutridos por la
corrupción, los impuestos bajos y aun
así condonados, los bajos salarios.
Islas de producción mayormente
vinculadas a las importaciones
asiáticas y a la exportación, más que
enraizadas en la economía nacional.
Ese débil tinglado fue cimbrado
por la nueva administración
norteamericana en temas
substanciales: la migración laboral,
la competencia basada en salarios de
hambre, el desequilibrio comercial
(superávit con los Estados Unidos;
déficit con China y el resto del
mundo).
Incluso sin que las amenazas
pasaran a mayores el modelo ya
no funcionaba; en 2019 México no
creció. Atados a la globalización
fuimos de los más afectados cuando
esta empezó a desmoronarse.
Internamente la exigencia de cambio
era generalizada y se expresó en un
primer paso como cambio político.
Sin que se pueda decir todavía que
la transformación deseada haya
ocurrido. Más bien parece que
estamos a medio camino de vadear
una corriente que ya era turbulenta
y que ahora la pandemia la ha vuelto
peligrosa.
Hay que seguir en el diseño de lo
que deberá ser la nueva economía
post confinamiento. Enfrentamos
alternativas contrapuestas en la
visión de gran calibre.
Hay que abandonar la idea de los
proyectos productivos puntuales,
concentradores de la inversión escasa
y con pocos amarres al resto de la
economía. Proyectos artificialmente
viables porque son receptores
de privilegios en infraestructura,
corrupción en los contratos,
condonación de impuestos,
facilidades de importación de
insumos, control sindical y demás.
Necesitamos reconfigurar un
mercado para la inversión dispersa, la
que puede surgir del cuidado y apoyo
a la rentabilidad de las medianas,
pequeñas y micro empresas, de su
ahorro e inversión. Un ambiente que
allane el camino para un avance más
parejo.
Hemos tenido un mercado
destructor de la pequeña empresa
donde los éxitos son garbanzos de a
libra. Miles de millones de pesos se
han gastado en proyectos productivos
rurales fracasados porque su entorno
de mercado es abrumadoramente
hostil. Es esto último lo que hay que
cambiar.
Abaratamos las importaciones y
abrimos el mercado y festejamos que
se arrasara con la producción interna
a la que en el colmo del pensamiento
colonizado llamamos improductiva
y atrasada. Y así empobrecimos a la
gran mayoría. Al estado impulsor y
protector de la producción dispersa
lo satanizamos como estado
“paternalista”. Pero fue con gobiernos
de ese tipo que México tuvo décadas
de alto crecimiento y mejora del
bienestar de su población.
Más que apoyos puntuales a
proyectos específicos necesitamos
una reconfiguración de un mercado
protector que nos saque de esta crisis
no por la vía de nueva inversión
concentrada. Esa, a cambio de unos
miserables miles de puestos de
trabajo justificaría el abandono de la
mayoría y aceleraría la quiebra de los
menos competitivos.
Requerimos una ideología no
neoliberal para privilegiar no la
nueva inversión, sino la reactivación
de las enormes capacidades
productivas dispersas en todo el
territorio nacional y paralizadas en
los últimos meses, años, décadas.
El motor de la reactivación deberá
ser el fortalecimiento de la demanda
al mismo tiempo que se la amarra a la
producción nacional, regional, local
mediante mecanismos de regulación
del comercio.
Ya esta administración se planteó
el gran objetivo de la autosuficiencia
alimentaria; esta no será posible
con transferencias de un estado
enano y pobre. Requiere una gran
alianza entre gobierno y productores
organizados (no la desequilibrada
relación con pobres sumisos) para
armar una gran red de canales de
acopio y distribución socialmente
regulados que sea el soporte
substitutivo de las importaciones.
La pandemia es la justificación
perfecta de las medidas de control
del comercio que se requieren.